enero 09, 2016

Mercedes sale de su casa



La calle está inexplicablemente vacía. Es cierto que ha llovido, pero hace ya varias horas. Y no estamos hablando de cualquier calle, sino de Insurgentes Sur, una de las más largas, grandes y densamente pobladas del país. Una calle que, por así decirlo, no duerme ni se detiene jamás. Así que no, la lluvia no ha de ser la razón por la que se encuentra vacía. Tampoco el día, primero del año, ni la tarde que invita a recluirse bajo techo para reflexionar, coger o mirar una película épica en la televisión. Esas explicaciones no son suficientes. 

Mercedes tiende naturalmente a pensar que se está perdiendo de algo que todo el mundo atestigua. Es un síntoma de la exclusión, que suele ser la causa de la soledad. 

Una neblina casi imperceptible se desprende de los mosaicos rojos que cubren las banquetas. Otra más densa escapa de las coladeras, presumiblemente apestosa e insalubre. El sol cae de manera oblicua, casi horizontal, penetrando por el hueco de edificios que zanja la propia avenida. Con esa iluminación la calle es un espectáculo digno de fotografiarse. También favorece a una hipotética composición, volvemos, que no haya una sola persona ensuciando el cuadro. ¿Cuántas veces habría visto Mercedes o, puestos a imaginar, cualquier mexicano de las últimas siete décadas, la avenida Insurgentes completamente vacía?

Mercedes mira para todas direcciones. Está muy nerviosa, mantiene los ojos muy abiertos. Camina hacia la esquina y se asoma a la gran avenida que cruza: Municipio Libre. Nada, ni un auto ni una persona ni un pájaro parado en un cable. Durante varios segundos mira hacia arriba, sabe que está cerca la ruta aérea por la que, cada minuto, pasa un avión con destino al Aeropuerto Benito Juárez. No mira pasar ninguno.

Mercedes está ahora visiblemente alterada. Lo que está pasando no es normal. Camina por la banqueta sólo porque tiene bien clavada la costumbre, pero podría ir por el centro del arroyo o incluso por el inmaculado carril del Metrobús y daría lo mismo. Podría acampar en un cruce, por ejemplo, frente a Galerías Insurgentes, y escuchar el seseo de la fuente del Liverpool como si fuera un río. Porque, claro está, la calle también está muda. No hay caminantes ni autos ni camiones que la surquen. Sólo percibe el sonido de sus propios pasos y el de la caída de agua de la fuente. También un cliqueo que nunca había escuchado salir de los semáforos cuando cambian de luz.

Lo primero que concluye Mercedes —lo está pensando ahora— es que el tiempo no se ha detenido: las cosas siguen su marcha. Esto, por supuesto, las que tienen marcha y no las que son elementos que existen para mantenerse fijos. El agua que corre en la fuente y los cambios de luz en los semáforos son claros ejemplos de lo que acaba de postular Mercedes. Y el sonido de sus pasos. ¿Habría sonido si el tiempo se detuviera? Por supuesto que no. El sonido es un signo del movimiento —si es que no es en sí mismo un tipo de movimiento— como el humo lo es del fuego.

Luego piensa que lo que podría haber desaparecido no es el movimiento, sino la vida. Hasta el momento no ha encontrado rastro alguno de vida. Ni una persona ni un animal. Los árboles siguen ahí, pero Mercedes nunca ha creído que la vida de los vegetales sea en realidad vida, es decir, que comparta características muy representativas con la vida de un perro, por ejemplo. Y cabe además la posibilidad de que todos esos árboles sean cadáveres de árbol, recién privados de la vida, aún verdes. 

Ahora Mercedes se ha puesto de rodillas. Busca vida entre las grietas del piso, levanta una piedra de la orilla de una jardinera. No encuentra nada. No hay cochinillas ni gusanos. Se imagina a los hombres que llegaron a la luna, a los que llegarán a Marte y a los extraterrestres que alguna vez habrán de aterrizar aquí. Siempre los imagina aterrizando en México D.F., en alguna avenida ancha del centro, como Juárez o Lázaro Cárdenas. Piensa que ella misma es ahora una inspectora en busca de rastros de vida, sólo que, a diferencia de los otros exploradores, si no la encuentra no tendrá a quién reportárselo.

Ese último pensamiento asusta mucho a Mercedes. La hace temblar visiblemente. Derrama unas primeras lágrimas que la hacen pensar que no es momento para divagar: es momento para encontrar, se dice, para correr, para delirar y para desgarrarse la garganta. ¿O será momento para despertar? ¿Cómo es posible que no haya nadie? ¿En qué momento se fueron y, más difícilmente, a dónde mierda se fueron? ¿Será que no hay nadie en la ciudad más que ella o será que en otras zonas, digamos, en el centro de Iztapalapa o por el rumbo de Azcapotzalco la vida siga ocurriendo con normalidad?

Entonces saca su teléfono del bolsillo. El reloj está corriendo normalmente, son las 5:17 de la tarde y recuerda haberlo visto al salir, poco antes de las 5. Han pasado, en efecto, alrededor de 20 minutos. Entonces abre el internet, tiene señal. ¿Señal de internet significa indirectamente vida? Abre la app de Twitter. Carga sin dificultad, pero en el timeline aparecen únicamente sus propios tuits. No tiene seguidores ni tampoco sigue a nadie. No hay nadie más en esa red social. ¿Sigue siendo red? ¿Sigue siendo social? Esas no son preguntas que se hace Mercedes. Esas las hago yo aprovechando el tiempo que ella pierde mirando la pantalla de su teléfono. Estoy seguro de que es tiempo perdido, de que la respuesta no está ahí. Ahora Mercedes, en este preciso momento, se está dando cuenta de que no tiene un solo contacto guardado. De que no hay historial de ningún mensaje enviado ni de ninguno recibido. Marca al 030 para comprobar que su línea funciona y sí, lo comprueba. La grabación le confirma que son las 5 horas con —ahora— diecinueve minutos. P.M., añade la voz. Entonces Mercedes cuelga y marca a su propia casa. No había nadie cuando salió a la calle pero quizás ahora Adriana, su compañera, haya regresado. Nadie contesta. Desde que compró ese teléfono que tiene en la mano no se volvió a aprender ningún número más. También olvidó los que ya conocía. Sólo sabe el que acaba de marcar y el de Locatel, porque recuerda la canción de la publicidad de los años noventa. Lo marca: no tiene suerte. Está, ahora sí, francamente asustada. 

Corre hasta la entrada del Liverpool y se asoma. Todas las luces están encendidas, los perfumes están sobre las vitrinas, los relojes, las camisas y los suéteres vacíos están expuestos. No hay nadie que venda ni nadie que compre. ¿Sigue siendo aquello una tienda? ¿Si no hay gente? Soy otra vez yo haciéndome preguntas mientras Mercedes corre de un lado a otro por los pasillos de loseta pulida. No tiene ningún sentido que narre el detalle de esta actividad frenética, delirante y desesperada que, usted y yo sabemos, no resolverá las cosas. 

Ahí vuelve Mercedes. En la mano trae un reloj de oro y dos cajas de perfume. Las lleva como se llevaría a un bebé, ahuecando el antebrazo. Estaba equivocado, valía la pena narrar el momento en que Mercedes, aun metida hasta el fondo en el problema más básico que ha tenido en su vida adulta, esto es, el de saber dónde, cuándo y por qué está en un lugar bajo determinadas circunstancias, en resumen, saber qué está pasando, tuvo el tiempo para pensar en una ventaja y aprovecharla. Hemos perdido el momento exacto en el que Mercedes decidió que era buena idea robar un reloj y dos perfumes antes de volver a salir a la calle. Se han disparado las alarmas de la puerta, ahora mismo están sonando.

Quizás se trató de eso. Quizás Mercedes quiso robar algo para activar la alarma y esperar a que vinieran los policías. Lo dudo porque Mercedes no se ha quedado cerca de la puerta a esperarlos: siguió corriendo al cruzar el umbral. También lo dudo porque no sacó una bufanda o una caja de chocolates, sino un reloj de oro. Y dos perfumes de la marca que ella usa. Sí, un bodrio de Versache que venden dentro de un tubo de metal rojo. 

Mercedes jadea mirando hacia atrás. Se ha detenido. Ha decidido volver a casa. Mientras camina cansada va pensando en lo que le ha ocurrido esta tarde. Llora copiosa e inconsolablemente. Ha comenzado a asimilar su situación como se encaja una derrota. Me dan ganas de abrazarla, es una lástima que yo no esté ahí. Pienso ahora en mí. Probablemente estaría llorando también… Sí, definitivamente. Si me pone triste esto, que es la hipótesis de una situación, su diseño mental y su desarrollo narrativo, me imagino cómo me pondría vivir en carne propia una situación semejante. Pobre mujer.

Vuelvo a ella. Mercedes sigue caminando por varias cuadras, a veces corriendo un brevísimo y melancólico trote, a veces jalándose los pelos mientras camina. Yo la imagino en cámara lenta, con una agitada música de Tchaikovsky de fondo. Sigue dando pasos y pasos sin toparse con un rastro de vida en su camino. Vale decir que ha dejado de buscar. Hace unos momentos ha decidido dejar de hacerlo. Se le nota en la mirada. Perdió rápidamente la esperanza, aunque para decir eso habría que comparar su caso con otras pérdidas de esperanza, con otros sujetos, con otras circunstancias. Mercedes piensa que si la vida vuelve lo hará de la misma forma en que se fue. O que quizás no vuelva nunca, pero que en todo caso su búsqueda no modifica en nada el resultado del prodigio. 

Mercedes ha llegado de vuelta a la esquina de su casa. La puerta cerrada está ahí, en la acera de enfrente. Se encuentra tal y como la dejó hace menos de una hora. Mira el reloj de oro que lleva en la mano derecha mientras cruza la calle. 

Un auto que viene a toda velocidad la embiste. 

Los perfumes han quedado derramados. El reloj marca las seis de la tarde con 15 minutos. Se ha formado en tiempo récord un tumulto de curiosos alrededor del cuerpo de Mercedes, que yace en el centro del arroyo con una herida en la cabeza. A lo lejos, entre el murmullo, se escucha una sirena que viene. Podría ser una ambulancia, podría ser una patrulla de la policía.

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