noviembre 19, 2013

Dos consideraciones, dos conclusiones.



Primera. Tendemos a pensar que construimos nuestro futuro. En realidad nos pasamos la vida construyendo nuestro pasado, tratando de justificarnos todo el tiempo. Somos quienes hemos sido, no quienes seremos. Ninguna decisión repercute eficazmente en nuestro futuro, sino en la forma en que habremos de estructurar nuestro pasado. Todo el tiempo pensamos en lo que sucederá, en quién seremos, en lo que habremos de hacer, pero siempre nos colocamos allá, en el fondo, en lo más recóndito del futuro, para poder imaginarnos mirando hacia atrás, respirando hondo y diciendo sí, eso es lo que quería hacer de mí.

La imaginación es esclava de la memoria.

Segunda. El verdadero creador está al final del tiempo, no al principio. Me parece más consecuente pensar que aquél que escribió la fatalidad estará esperándonos al final de todo, en el último momento, cuando cesan las historias, que pensar siquiera que estuvo al principio, que creó y desapareció, que dispuso lo que habría de suceder en lugar de ordenar lo que ya había sucedido. Todas las historias acerca de dios son proyecciones nuestras, todas han sido concebidas con un orden cronológico ascendente. Ahí me parece que hemos errado el camino.

El creador está allá, en donde todo termina menos él.

Así se estructura nuestra historia, nuestras historias, que son todo lo que tenemos, todo lo que somos. Por tanto, parece justo decir que vivimos en reversa, caminando de espaldas hacia delante ponderando lo que ha quedado atrás. Y, por consiguiente, entendemos la historia de nuestro creador también en sentido inverso al que debería ser: en un principio era el logos, decimos, cuando es claro que sólo al final del desarrollo de todo lo desarrollable será cuando podremos hallar un logos de las cosas. Los génesis diversos de las culturas son conclusiones disfrazadas de axiomas, son nombres dados a posteriori y presentados a nuestras consciencias como ideas a priori.

Hay que escapar de esta inercia, corromper la noción de progreso, destrozar las hipótesis. Esa es mi arenga.



noviembre 11, 2013

Mi cuerpo es un país.




Mi cuerpo es un país lejano, utópico, descrito por un Calvino triste. Es un terreno medieval. Es un ojo que mira cómo los grandes se cubren de linos, futuros y casimires. Siente frío en la superficie y un calor degradado en el centro, bajo las placas tectónicas. Es un país más bien pequeño, casi una isla. Un país que está contento con la idea de progreso que se admite como axioma en los cafés, en los gritos de las calles y en las discusiones cotidianas de las albercas públicas.

Mi cuerpo es un país independiente, libre. Está jodido. Jodidamente pobre. Casi no tiene tradiciones. Sus habitantes se arrastran a veces, las calles están llenas de veteranos de guerras. Hay siempre guerras. Cada fin de semana, que significa cada siglo si hacemos la conversión Historia-historia.

Mi cuerpo sufre guerras intestinas. Cada caído es un monte, cada paso un terremoto, cada amor una salida de la atmósfera: una carrera espacial. Apocalíptico, apenas milenario, corroído por los fantasmas de la razón y la herrumbre de la región hepática, que es la más transparente.

Mi cuerpo es un país laico, que disfruta la historia de dios como se disfruta el vuelo de un ave o un café con avellana. Mi cuerpo no cree en dios pero sí tiene credo, cree en la historia que nos hemos contado de él. En todas las historias. Mi cuerpo no prohibe. Mi cuerpo no avanza ni quema ni mata. Mi cuerpo debería estar desnudo todavía.

Hace muchos años, hace unas horas que comenzó la revolución. La patria se parte. Las fronteras de las provincias son muros de países, cubos de azúcar, el sonido de las cucharitas girando a contracorriente. Oleadas violentas. Y mis aliados, países de bonanza. Y mis aliados, paraísos fiscales. Y mis aliados, playas veraniegas.

Hoy acaso se escucha el viento de mi cuerpo. Corre por dentro serpenteando, reptando, no corre. Hoy hay unas ruinas y canchas olvidadas. Iglesias que se pudren y teatros con ecos de aplausos. Parques grises y niños grises. Un país deja de serlo cuando el gobierno y el territorio y la población, una o las dos o las tres juntas, desaparecen. Entonces no sólo no es país ni terruño ni hectárea. Es vacío.

Mi cuerpo es una patria sin nombre. Mi cuerpo es un vacío con bandera. Mi bandera es un cuerpo desnudo. Mi pasado es la historia del mundo, de todo el mundo.


@_zemaria



octubre 01, 2013

Stand up philosophy II

En 2011 se publicó en este blog una serie de, no voy a llamar novelas gráficas, más bien, cuentos gráficos (por su extensión) o, de plano, estupideces gráficas (por su contenido), que pretendían bajar de la nube idílica a los pensadores más grandes de la historia. Problemas ordinarios surgidos ante mentes extraordinarias.

Esa entrada puede consultarse aquí:

http://fobiosofia.blogspot.mx/2011/07/stand-up-philosophy.html

Es una de las entradas más exitosas en la historia del blog. Por esa razón, la redacción se puso a trabajar una segunda entrega deseando que la disfruten tanto como la primera.

Comenzamos con una navidad en compañía de Guillermo de Okcham; más tarde, lidiamos con los desórdenes alimenticios de Sartre; inmediatamente después, viviremos la intimidad de una tarde de verano con Leibniz y Spinoza; y, por último, haremos un viaje de más de 24 siglos de atropobúsqueda.


* HACER CLICK EN LAS IMÁGENES ES RECOMENDABLE, PARA VERLAS MÁS GRANDES.




julio 23, 2013

Minotauro

 
 
–Al menos los dos nos debemos al mar –dijo y se levantó del sillón.

El camino hacia fuera de la casa de Ariadna era largo y posibilitaba el arrepentimiento, el surgir de un hilo de voz que lo traería de vuelta, el tiempo suficiente para la reconsideración inmediata. Pero no.
Al cerrar la puerta supo que la había perdido.

Arriba todo oscuridad. Sólo el ojo de la noche, decididamente hostil, iluminando los perfiles de las cosas. Un mes exacto desde que la luna no miraba el suelo así, enfática y arrogante. Ariadna ya no lo amaba, era así de sencillo: se había ido a enrollar con un pescador, dios mío, un hombre de familia histórica que jugaba a ser pobre, que pescaba desde un yate. Ni el puerto ni el cielo estaban de humor esa noche. O bien lo estaban, porque la ira es también un humor. Uno denso y cálido. Los vientos del Norte azotaban partes enteras del malecón, el mar estaba picado con aceros, insondable.
El nuevo hombre de Ariadna era rubio y usaba bermudas blancas, al menos en ese par de fotos que mostraban un gran animal colgado todavía del anzuelo del hilo del brazo derecho. Su cinturón, de tela con las puntas de cuero, tenía el color del café con leche y combinaba con sus zapatos, también de cuero. Era un joven adinerado, que viajaba y pescaba por diversión pero que aún así se presentaba como pescador, con toda la indignidad que tiene jugar al semántico irónico cuando se tiene resuelto el futuro de tres generaciones. Se llamaba Juan, como si no se apellidara Sampedro.  
Así debía ser un hombre nuevo. Los hombres viejos, aunque jóvenes, no son rubios ni se apellidan Sampedro. Son, casi siempre, serios y morenos, de pelo corto. Son biólogos marinos encuartelados en Veracruz, dedicados al estudio y al cortejo sincero y breve. Son como Roberto Gómez.

–Estoy viendo a Juan Sampedro –susurró Ariadna.
–¿A ese imbécil? –preguntó Roberto Gómez.
–Sí. Lo siento. Ya no podemos vernos más tú y yo –sentenció ella.
–Bueno, al menos los dos nos debemos al mar –dijo él y se marchó, con dignidad.

Sus zapatos no daban para caminar mucho. Eran unos Converse que llevaban años fieles a sus pies. A los dos o tres kilómetros los arcos comenzaban a tirar hacia arriba en espasmos. Roberto caminó, sin embargo, porque tenía ganas de ver cómo las olas brincaban a la calle en el malecón, cómo la espuma surgía rabiosa de la boca del mundo. Aún sin lluvia el viento era caótico y, bien metido a la negrura de la noche, asustaba. Llegó así, de una cuadra a otra, a la orilla de la ciudad, del estado, del país y del continente, justo por el medio del paseo turístico.
Siguió la vereda de adoquín bañándose horizontalmente con un ritmo también azaroso. Cuando apretaba el paso era para sentir la cachetada de agua que saltaba desde el mar al chocar con la barda; cuando lo aflojaba, para sentir la humedad de la ropa. Estaba como para no estar y no pensaba nada en concreto, sino una totalidad de pensamientos, al menos de los posibles al momento, que se contradecían y superponían, creando una masa informe sin articular adentro de su cabeza, tan negra como el mar de esa noche.

El ojo del cielo cerró sus párpados de nubes.

Al terminar de andar la vereda, esto es, al final del muelle que franquea la entrada de las embarcaciones menores, vio algo moverse dentro del agua. Un bote girado hacia abajo. Los pensamientos se disolvieron como la espuma en la resaca de la tarde. Se sacó los Converse y se echó al agua. Hubo un silencio instantáneo y hubo también un jalón continuo de ropas. Luego, la superficie en guerra.
Sentía en los pies arena como metralla y algas acariciándolo con masoquismo. Ubicó mentalmente la situación del muelle, el malecón y el bote volteado. Comenzó a nadar hacia él. Los instintos le jugaron a favor: no había sido un arranque momentáneo. Miró con los ojos de lluvia un brazo colgado a babor de una cuerda maciza, el rostro y el torso hundidos en el agua. El instinto que le había hecho saltar había sido más bien una premonición, una adivinanza añeja que venía de ser pensada por otros hombres en otras épocas. Quizás había visto cómo la barca se volteaba y no lo advirtió con la razón, sino sólo con las piernas que resortearon hacia el agua. Se había tirado para salvar a un hombre de la muerte en el mar.
Llegó exhausto hasta el borde del bote. Tomó al hombre de la axila y desembrolló el brazo. Comenzó a nadar tirando de ese cuerpo quieto y pesado hacia el muelle. El mar regañaba sus brazadas, revuelto como por la ira de un dios que odiaba a ese hombre y también a Roberto. Quizás había más gente atrapada debajo de ese cascarón a la deriva, pero él no estaba en condiciones de remolcar a nadie más. Ellos, si estaban, estaban absolutamente perdidos. Continuó la lucha. Sus piernas comenzaban a vacilar, el agua se le metía sin ritmo por entre los labios y por la nariz. Ahora la espuma del mar era la de su boca. Sentía cómo la muerte abrazaba ya no sólo al cuerpo que venía arrastrando, sino también al propio.
Llegó al muelle, a los postes lamosos del muelle. Qué lejos quedaba la superficie. Qué lejos quedaba ya la oportunidad de salvarse. Un azote tras otro, la cabeza le rebotó en la madera y se abrió la frente. En el malecón nadie, en el muelle tampoco. La única música era un chasqueo terrible de aguas golpeándose entre sí en una enemistad primigenia. Con un último esfuerzo alcanzó a cargar la mitad del cuerpo por encima de su cabeza, sacarlo del agua significaba sacar un pez de ochenta kilogramos. Lo arrojó sobre una tabla diagonal que comenzaba en el medio de un poste y terminaba en la parte superior del poste siguiente. Lo atoró ahí, con el abdomen oprimido contra el ángulo de madera. Él se hundió tirado hacia abajo por una corriente enojada que lo quería matar.
El cuerpo de Roberto sería hallado por el trabajador de un astillero tres días más tarde; sus Converse, por un buscador de monedas en el malecón.
El cuerpo atorado en el poste del muelle, cuerpo que no era cuerpo sino un hombre, un hombre vivo, despertó cuatro horas más tarde, pasada la revuelta. Salió por propias fuerzas por una escalera atada en la barda. Juan. Juan Sampedro. Con la ropa rasgada, sus bermudas blancas y el pelo rubio enredado, no pensó en otra cosa que en hacer de madrugada el largo camino hasta la casa de Ariadna. Llegó ahí, tocó la puerta con fuerza y se sentó a esperar a que alguien la abriera.

marzo 24, 2013

La Barra Conservadora, cánticos de cancha.

Es un lugar común comparar la religión con el futbol: los ritos, los símbolos, la fe, el fervor, la consagración con alcohol, las lágrimas y hasta las celebraciones extáticas.

Ir a la cancha se parece mucho a ir al templo. Para los seguidores de Pumas, además, también coincide el día dedicado al objeto de culto: el domingo.

Propongo entonces algo que no debería sonar raro: cánticos de cancha basados en melodías cristianas. Si odias el futbol y/o los ritos religiosos, debes abandonar el blog en este punto.
(CADA IMAGEN ES UNA LIGA A UN VIDEO EN YOUTUBE, DALE CLICK A LA IMAGEN)





marzo 06, 2013

Introducciones a tres historias que no existen

Prefacio. 
 Así como a veces me asaltan la mente ideas completas, cerradas, que considero medianamente interesantes o quizá estúpidas, así también a veces me llegan pedazos aislados de ideas: pequeños trozos con órdenes cronológicos o sentidos narrativos (casi siempre introductorios), pero incompletos y deformes (casi siempre sin final). Nunca he estado a favor del aborto eidético. Las rescato, trato de darles consecuencia y rara vez lo logro. Presento aquí tres. Sólo la segunda idea encontró acomodo, sólo la segunda vive también en otra historia, con pies y con cabeza, sin vergüenza.

 


Uno

La ciudad desde las alturas. Este monstruo gris que se esparce inadecuadamente por encima de toneladas de basura y cascajo, que penetra con vida y gente y ladrillos cada una de las calles, como el delta de un río de historias. Cerca del centro, cargado ligeramente hacia el sur, el edificio. Es blanco. Desde cientos de metros de altura se sospecha diminuto, no como el centro comercial que se encuentra apenas cruzando la calle. A pocos metros la percepción cambia. Desde el nivel del suelo toma su forma original, la que el arquitecto imaginó: un edificio oblongo, blanco y de tres plantas, con grandes ventanales de párpados cerrados, que crece y respira. Cortinas muy gruesas protegen sus tesoros. Un pasillo angosto sale hasta la banqueta para saludar, seducir y atraer bichos con su lengua de asfalto. Como moscas los peatones huyen, algunos caen. Entran.

El museo a nivel del suelo. Dos pasillos laterales y una rampa oblicua central que parte las plantas como la ranura de una alcancía. Pisos fríos, blancos, que reflejan la parquedad del techo y celebran los pasos de mujeres con tacones, les aplauden, chillan cuando los pisa un hombre con calzado de goma. Es el museo central de la ciudad central del país. No ostenta su grandeza en el tamaño, sino en la historia que recubre sus paredes.

Segundo piso. Hubo que librar las exposiciones temporales. Cuando se recorre el pasillo oeste, asalta un aroma de óleo seco, un crujir de muros y cambios abruptos de temperatura. La gente se amontona con cierta decencia, el calor arrecia, también el zumbido de las máquinas climáticas, electrónicas, que se redoblan para seguir engañando a las obras, para que no se despierten.

Entonces se puede contemplar la obra maestra. Ahí comienza el tránsito. Ahí también la ligereza. No importa de quién es, no importa quién la pintó. Es posesión absoluta del edificio, es su diente de oro.

Dos

La voz del encargado de poner la música resuena a lo largo del lugar. Se cuela en las bocinas un silbido vicioso. La gente espera que empiecen ya los shows principales, que es realmente la razón por la que siguen ahí, por la que siguen pagando esos precios de las bebidas y por la que, en primera instancia, la mayoría pensó pasar unas horas en ese desgraciado lugar. No quedan muchos en el local. Los que suelen llegar tarde ya no llegaron. Él mira fijamente el escenario mientras escucha el repertorio de frases hechas que usa el animador para presentar a la siguiente bailarina. Enunciados que juntan sustantivos como diosa y piernas con adjetivos tan consecuentes como fogosa, milenaria e infartante. Entonces ella asoma la cabeza por entre los telones que penden del techo. Sonríe con picardía. Enseña una pierna. Él la mira a los ojos, quiere hacer contacto visual con ella. Quiere saber, en el fondo, que no baila para nadie más que para él. Sale por fin, de cuerpo entero. Lleva puesta una falda plisada, a cuadros, que simula el uniforme de una escuela pública. Está maquillada hiperbólicamente. Las mejillas muestran un rubor intenso, casi ígneo, que nunca se ha visto sobre la piel de nadie.

Él piensa en que la tormenta ha arreciado. No tiene idea de lo que está pasando afuera, en la calle, en ese mismo momento. Una de las tormentas más largas y caudalosas de la historia reciente de la ciudad está cayendo. Pero él piensa en la tormenta interna. Piensa en sus hormonas desordenadas, chocando entre sí. Piensa —más bien, siente— la concentración de sangre entre sus piernas. Ese rocío que contempló en la lejanía es ahora una lluvia tormentosa que le moja los pies. Ella está en el suelo, escurrida, serpenteando y evaporándose, abriendo todas las bisagras de su cuerpo, provocando la humedad como si se hubiera colado desde afuera, como si estuviera en comunión con las tormentas emocional y meteorológica que lo azotan a él y a la ciudad, respectivamente.

Él se levanta del sillón. Casi se cae.

Tres

Había una toalla colgada en el baño. Tiesa. Se había secado por la soledad, porque ni el viento ni el sol la habían hecho ondear. Decidió no usarla. Después le hubiera picado todo el cuerpo, como cuando se seca el jabón sobre la piel. Le sucedía a menudo. Una comezón que casi siempre empezaba en el interior de los muslos, que casi siempre empezaba alrededor de las diez, que casi siempre empezaba cuando estaba en junta. Rascarse hacia suponer a los demás que se estaba acomodando los genitales. O que no se había bañado.

Salió del baño sin secarse. Dejando un camino à la Gretel para saber volver. Ya estaba muerto de frío, los pezones puntiagudos. ¿Para qué iba a volver al baño? La pura costumbre de secarse ahí dentro. Fue a la recámara de invitados, al clóset. Ahí estaban dobladas otras cuatro toallas. Estuvieron limpias hace dos meses. Ahora quién sabe. No por estar dobladas y sin usar permanecían limpias. Mucho menos dentro de ese clóset que parecía tener un ecosistema propio. Nevaban hojuelas de polvo, como en los inviernos de tristeza.

Tomó la toalla de hasta abajo, la que imaginó menos sucia. Estaba más tiesa que la que se había secado de olvido en el baño. Ya era tarde para intentar otra cosa. ¿Y qué podría intentar? Volvió al baño. ¿Para qué? Para secarse ahí dentro. Usó la toalla tostada, la que había descartado primero, para ir barriendo sus migajas de agua. La toalla tomó forma poco a poco, como un pez que reviviera en el lecho de un río desviado.
 
Puso una lavadora. Sólo toallas sucias, algunas sin usar. Alcanzó a apretujar un par de calzoncillos dentro del tambor. El centrifugado haría estremecer todo el departamento. Lo predijo. Y sucedería así, pero él todavía no habría vuelto a casa para atestiguarlo. Que lo soporten los vecinos. Programó la lavadora para que empezara a las seis. Llegaría a las siete a sacar y a colgar. Nunca a planchar. Nunca planchaba.

Se apuró y se fue, pensando en formas de agua. Dejó la puerta del departamento abierta.