mayo 10, 2015

Un viaje río abajo al yo profundo.



Cuando terminé de cargar gasolina, en la estación de salida a la carretera a Veracruz, no hubiera imaginado que el verdadero viaje que estaba por comenzar era de carácter esencialmente espiritual. Sentí abrirse una grieta en algún lugar de mi tracto digestivo, eso sí, y mientras firmaba el voucher de la tarjeta y pateaba las llantas para comprobar su presión, por dentro del torso el viaje al fondo de mi identidad ontológica acababa de emprenderse, río abajo, hacia lo profundo.

Es el cuerpo conociendo al alma, precisamente a la manera inversa en que normalmente sucede la interacción espíritu-materia. Sabemos que la mente puede manipular al cuerpo de todas las maneras posibles: la voluntad, la disciplina y el hábito —la segunda naturaleza—, la meditación, la nemotecnia y el placebo, en fin. El cuerpo, sin embargo, también puede dominar a la mente, manipularla y tomar las riendas del ser moral.

Nuestro yo puede a veces ser sólo cuerpo, aun en vida, bajo determinadas circunstancias. Determinadas y dadas todas a la vez durante el puente del primero de mayo.

Era viernes de asueto. Saldríamos temprano rumbo a Córdoba pero no dormí durante la noche anterior: pasé uno de cada diez minutos de la noche en el baño. Me estaba vaciando. Por el momento pensé que era un malestar pasajero y sólo pospuse la salida cuatro horas, no la cancelé. Estaba equivocado, como la mayoría de las veces que aventuro diagnósticos: la descomposición había llegado para llevarse buena parte de mí hacia las entrañas de la ciudad, al centro del mundo.

Me remedié torpemente con esas medicinas que no curan. Me cuidé de no comer ni tomar nada. Aún no me sentía muy mal, pero mi tracto digestivo era territorio rebelde. Visité el primer baño ajeno en la gasolinería de Amozoc. Si no hubiera estado muy enfermo, me habría enfermado ahí. En otras circunstancias no había podido ni verlo, pero lo tuve que usar. Fui una de esas tristes almas que se ven obligadas por el destino a someterse a la humillación de un baño de carretera. Siempre me había preguntado quién, por qué, cómo. Nunca más.

Ahí doté de significado un término que acuñaría tres días después: el coproturismo (del griego kopros, excremento). Una forma no deseable de viajar y conocer sitios, gente y, sobre todo, culturas.

Llegando a Córdoba la cosa fue siempre a peor. El estómago clamaba venganza o se había puesto en huelga; los ojos y la cabeza, sin embargo, me pedían agua, alimento. Entraba todo y se iba así como entró, no sin antes transformarse con una velocidad escalofriante en agua. Visité baños en restaurantes, en bares, en hoteles, en establecimientos comerciales sin servicios públicos, en casas.

Conocí parte de la cultura local de los habitantes de Maltrata, Orizaba, Córdoba, Fortín, Peñuelas y otros poblados cercanos con el método escatológico. Me enteré de lo más íntimo: cómo van al baño, con qué tipo de papel se limpian, cómo se lavan las manos, cómo mantienen la higiene del lugar (cuando lo hacen). Los conocí de cerca, por dentro. Cuando salía del baño tenía contacto visual con los hombres y mujeres de la zona. Sabían que yo sabía algo más acerca de ellos, sabían que había penetrado su intimidad, que había violado el estatus de extranjero. No diría que se fraguaba una complicidad —entre otras cosas porque mi estado de salud me impedía una conexión racional con el mundo— pero algo sí nos ató.

Las noches fueron reveladoras: mis sueños eran situaciones límite, muy abstractas, que podrían calificarse de pesadillas si tuvieran algún sentido. La primera fue absolutamente no figurativa: algún problema tenía que resolver si no quería que pasara algo que sería terrible e irreversible. A medio sueño me daba cuenta de que sería imposible resolverlo. Sufría mucho. Para la segunda noche la cosa se hizo más tangible: vivíamos en la punta de un cerro en Maltrata, la neblina estaba cerrada y hasta abajo. Extraños zumbidos nos habían sacado al patio para ver qué tipo de bicho gigante rondaba la casa. No era un bicho, era el ruido que hacían piedras en llamas que caían desde fuera de la atmósfera. Pequeñas piedras que se clavaban en la tierra, encendidas, al rojo vivo. Entonces veíamos emerger de la niebla una piedra del tamaño de un planeta, que surcaba el aire y que nos iba a matar a todos. Estaba ya muy cerca, no daba tiempo ni de correr para abrazar a mi esposa.

Hubo fiebre. Sudor. Agua y más agua. Entrando, saliendo. Una noche horrible. La enfermedad era del cuerpo, pero se había trasminado, húmeda como era, hasta el alma: el espíritu no es impermeable. La materia sutil de la que hablaban los bizantinos podría ser, más allá del misticismo, una bacteria. El médico, amigo mío de toda la vida, me dijo que descartaba que el culpable fuera un virus y me recetó antibióticos.

La temperatura de mi cuerpo bajó. La bacteria se fue. Pero los lugares que visité durante la fiebre, durante el viaje entero —el físico y el mental—, sean los insalubres retretes de las gasolineras estandarizadas de la ruta o los escenarios apocalípticos de las montañas veracruzanas, permanecieron. Y me dijeron mucho de mí. De lo que hay adentro de mí.

La enfermedad es oscuridad. Parte de mí también. Parte de mí es una enfermedad. Lo descubrí y pensé en ciertas obras de Tàpies.

La gente cercana cree que hice un viaje de tres días a Córdoba, en realidad lo hice hacia dentro de mí mismo. Eso me quedó claro. La claridad es, paradójicamente, una de las principales características de la oscuridad: no se confunde, sabes cuándo entra, sabes cuándo se instala y no queda de otra que apretar los párpados y aguantar. Aguantar vara. Mucha vara.

Volvimos a México. Apenas terminé de curarme, apenas retuve alimento y agua y apenas la rebelión intestinal firmó acuerdos de paz, la migraña dijo hola. Mi cuerpo es un territorio incierto en el que algo terrible siempre está por suceder.



abril 29, 2015

El aparato de poder busca votos para perpetrarse



Ciudadano apático, vota por nosotros.
Adorador de instituciones, vota por nosotros.
Señora de la casa, vota por nosotros.
Proveedor gubernamental, vota por nosotros.
Familiar de diputado, vota por nosotros.
Columnista de Milenio, vota por nosotros.
Empleador de la Aristegui, vota por nosotros.
Acta de la alianza, vota por nosotros.
Deudor de las reformas, vota por nosotros.
Beneficiario del fisco, vota por nosotros.
Anarquista grafitero, vota por nosotros.
Hijo de cirquero, vota por nosotros.
Dueño de pantalla, vota por nosotros.
Cliente de Soriana, vota por nosotros.
Socio de Higa, vota por nosotros.
Socio de Ecoparq, vota por nosotros.
Socio de Ecobici, vota por nosotros.
Arquitecto Norman Foster, vota por nosotros.
Ciro Gómez Leyva, vota por nosotros.
Seguidor de Tercer Grado, vota por nosotros.
Actriz de Televisa, vota por nosotros.
Detractor de normalista, vota por nosotros.
Ciego por elección, vota por nosotros.
Sordo temporal, vota por nosotros.
Periodista amaestrado, vota por nosotros.
Criador de mirrey, vota por nosotros.
Egresado del Cumbres, vota por nosotros. 
Policía asesino, vota por nosotros.
Narco desempleado, vota por nosotros.
Político asentado, vota por nosotros.
Jefe de gobierno, vota por nosotros.
Granadero analfabeta, vota por nosotros.
Crítico de Twitter, vota por nosotros.
Hacedor de verdades, vota por nosotros.
Líder de opinión, vota por nosotros.
Futbolista retirado, vota por nosotros.
Funcionario disfuncional, vota por nosotros.
Juez de nuestra nómina, vota por nosotros.
Creativo de nuestra campaña, vota por nosotros.
Empresario de nuestros favores, vota por nosotros.

Pueblo desmemoriado, vota por nosotros.
Destino manifiesto, vota por nosotros.
Mayoría minoritaria, danos la paz.


Amén. 

febrero 27, 2015

Alimentos transfigurados




Tienen químicos.
Gluten.
O pesticidas.
O fueron modificados genéticamente.
Son transgénicos.
No son orgánicos.
No son artesanales.
No son comercializados de manera justa.
Los venden en Walmart.
O pueden contener trazas de pescado.
De tilapa.
O tienen conservadores.
Son cáncer.
No son de una granja amigable.
No fueron regados con arcoiris.
No se criaron escuchando a Mozart.
Nadie les cepilló el lomo.
Nadie habló con estas plantas.
Nadie acarició los hongos como si fueran penes.
Hay tanto karma.
Hay tanta energía negativa fluyendo por ellos.
Son antenas del mal.
No están vivos.
Son monstruos.
Para monstruos.

Eres un monstruo.

enero 27, 2015

Paz parmenídea

Imagen de savagechickens.com


Casi todos los narradores y cronistas se aferran a uno de los dos extremos de la corrección política, a saber, omiten cualquier comentario que pueda resultar remotamente ofensivo para el miembro de alguna comunidad, género o religión; o, muy al contrario, despilfarran palabras feas como si fueran gratuitas porque se les para la verga al escribir la palabra "verga". Hay tanto público para la vulgaridad gratuita como para la corrección impoluta, ¿no es cierto?

Pero también hay algo de público en medio. Yo prefiero arrastrarme por el terreno entre lo verosímil y lo verdadero buscando la intersección imposible de esos términos. Tratar de moverme en ese eje y no en el otro. La corrección y la incorrección son conceptos, a mi juicio, aburridísimos y subjetivos, surgidos de una moralidad frágil y corrugada que está de moda desde que la red nos dio espacio a todos para hablar sin filtros, es decir, desde el Facebook.

Si tengo que decir que le miré las nalgas a alguien, sin embargo, y sólo si tengo que decirlo, lo hago. Es una práctica común en mí, por cierto —la de mirar traseros—, como sospecho primero y confirmo inmediatamente después que hacen muchos hombres y mujeres, jóvenes y viejos de todo el mundo, sin pedirle permiso al dueño. No me enorgullezco, pero es cierto, ni qué decir.

Esta vez, anoche, mientras miraba las nalgas de una policía que según yo me sonrió al pasar, en mis audífonos sonó "We only said goodbye with words, I died a hundred times" con la impresionante voz de Amy Winehouse. Me pareció una coincidencia improbable porque la mirada que yo le dedicaba a la policía tenía la forma de una despedida definitiva, tenía su amargura. La concurrencia del verso y la mirada me subrayó ese pensamiento exagerado que subyacía y que no había hecho aún conciente: ese cruce podría no volver a suceder nunca más.

Varios de mis pensamientos cotidianos tienen el mismo destino: la conciencia del horror de la fugacidad, de la tragedia de lo efímero: de la horrible naturaleza humana. Supongo que en eso consiste la depresión, o al menos en parte. O al menos en mi caso.

Fue una miniepifanía. Durante los siguientes pasos comencé a pensar que esa otra persona, esa voz que escuché al paso, la visión del Viaducto con poco tráfico a una determinada hora de la tarde, todas las nubes y muchas otras cosas estaban sucediendo por única y última vez frente a mí. Casi todas las visiones, olores precisos y sonidos están siendo percibidos por última vez por mis sentidos.

Se me nubló el cielo en segundos. Hablo de mi cielo particular, había aún sol.

Entonces llegué a casa y giré la llave para abrir la puerta. Pensé en la cantidad de veces que he repetido ese gesto, idéntico, y en la cantidad de veces que me quedaban por delante. Muy probablemente no será la última vez que lo haga, concluí.

Se me despejó el cielo un poco. Un clarito, pues, aunque la noche caía ahora negra.

Eso es. Yo no sabía exactamente por qué amo tanto las rutinas. No había reparado lo suficiente en el hecho de que estoy irremediablemente sumergido en tantas rutinas, que con sólo enumerarlas se estaría describiendo el noventa por ciento de mi vida.

Soy feliz cuando estoy cómodo y estoy cómodo sólo en la rutina. Me siento bien cuando me levanto a tiempo, cuando entro o salgo de trabajar a la hora de siempre, cuando es martes y hay mixiote, cuando es domingo de Pumas y vienen los mismos de siempre por mí para ir al estadio, a la misma hora. Soy un hombre de rutinas.

El derrumbe de mi estado de ánimo cotidiano es consecuencia del desbalance de las acciones y los tiempos. Soy un esclavo de la repetición. Un esclavo que lame el grillete con fruición (y devoción y puntualidad). Si no me levanté a las 8:30 y tomé un café a las 9, oficialmente el día ha comenzado mal. Por eso no soporto a la gente que habla de romper la rutina como si esa pequeña rebeldía burguesa fuera la fuente de la felicidad. Escápate de la rutina, nos dice la publicidad. ¡No! Por favor no. Si constantemente sientes la necesidad de salir de tu rutina, quizás deberías más bien cambiar de rutina. Algo estás haciendo mal.

Yo estoy feliz con las mías, ¿por qué me voy a escapar? ¿Por qué carajos debería salir de mi "zona de confort" si lo que estoy buscando —¿acaso no todos?— es justamente quedarme en ella para siempre? ¿Quién es ese tipo que habla de salir de la zona de confort? Fíjense bien, casi siempre el que nos espeta con dedo inquisidor, el que nos recomienda con superioridad moral (a veces aun ontológica, según cree) que debemos romper la rutina y dejar nuestra zona de confort es un mediocre rutinario.

Pero tampoco hay que señalar a ese tipo. Por definición la mayoría de la gente es mediocre. Es un axioma. ¡Qué necedad exigirle a tanta gente que no sea mediocre si la mera existencia de los mediocres es la que garantiza al ganador su lugar fuera de la masa!

Vuelvo al tema de la causa. Ayer en la noche, fruto de la experiencia estética que comenzó en el azul profundo del uniforme de la policía, llegué a la respuesta de por qué disfruto tanto la rutina, la calma, el confort y la mediocridad (aunque esos cuatro términos no tengan necesariamente una relación formal ni causal). La rutina me aleja de la fugacidad, me hace olvidar el drama humano, el tiempo, la insignificancia de la existencia, la fragilidad del instante y el eterno correr del río heracliteano que tanto miedo me infunde. La rutina garantiza (si no garantiza al menos promete) que aquello que estás haciendo lo volverás a hacer después una vez más. Nada se ha terminado, todo permanece. 

Después de todo quizás no seamos sólo una mota en el viento.

Así que adiós, amiga policía. Espero verte todos los días a la misma hora, moviendo las caderas por la lateral de Viaducto como diciéndome "hola, hola, hola, muchacho. Vive que la vida es larga".