Primera. Tendemos a pensar que construimos nuestro futuro. En realidad nos pasamos la vida construyendo nuestro pasado, tratando de justificarnos todo el tiempo. Somos quienes hemos sido, no quienes seremos. Ninguna decisión repercute eficazmente en nuestro futuro, sino en la forma en que habremos de estructurar nuestro pasado. Todo el tiempo pensamos en lo que sucederá, en quién seremos, en lo que habremos de hacer, pero siempre nos colocamos allá, en el fondo, en lo más recóndito del futuro, para poder imaginarnos mirando hacia atrás, respirando hondo y diciendo sí, eso es lo que quería hacer de mí.
La
imaginación es esclava de la memoria.
Segunda. El verdadero creador está al final del
tiempo, no al principio. Me parece más consecuente pensar que aquél que
escribió la fatalidad estará esperándonos al final de todo, en el último
momento, cuando cesan las historias, que pensar siquiera que estuvo al
principio, que creó y desapareció, que dispuso lo que habría de suceder en
lugar de ordenar lo que ya había sucedido. Todas las historias acerca de dios
son proyecciones nuestras, todas han sido concebidas con un orden cronológico
ascendente. Ahí me parece que hemos errado el camino.
El
creador está allá, en donde todo termina menos él.
Así se
estructura nuestra historia, nuestras historias, que son todo lo que tenemos,
todo lo que somos. Por tanto, parece justo decir que vivimos en reversa,
caminando de espaldas hacia delante ponderando lo que ha quedado atrás. Y, por
consiguiente, entendemos la historia de nuestro creador también en sentido
inverso al que debería ser: en un principio era el logos, decimos, cuando es
claro que sólo al final del desarrollo de todo lo desarrollable será cuando
podremos hallar un logos de las cosas. Los génesis diversos de las culturas son
conclusiones disfrazadas de axiomas, son nombres dados a posteriori y presentados a nuestras consciencias como ideas a priori.
Hay
que escapar de esta inercia, corromper la noción de progreso, destrozar las
hipótesis. Esa es mi arenga.