Mi cuerpo es un país independiente, libre. Está jodido. Jodidamente pobre. Casi no tiene tradiciones. Sus habitantes se arrastran a veces, las calles están llenas de veteranos de guerras. Hay siempre guerras. Cada fin de semana, que significa cada siglo si hacemos la conversión Historia-historia.
Mi cuerpo sufre guerras intestinas. Cada caído es un monte, cada paso un terremoto, cada amor una salida de la atmósfera: una carrera espacial. Apocalíptico, apenas milenario, corroído por los fantasmas de la razón y la herrumbre de la región hepática, que es la más transparente.
Mi cuerpo es un país laico, que disfruta la historia de dios como se disfruta el vuelo de un ave o un café con avellana. Mi cuerpo no cree en dios pero sí tiene credo, cree en la historia que nos hemos contado de él. En todas las historias. Mi cuerpo no prohibe. Mi cuerpo no avanza ni quema ni mata. Mi cuerpo debería estar desnudo todavía.
Hace muchos años, hace unas horas que comenzó la revolución. La patria se parte. Las fronteras de las provincias son muros de países, cubos de azúcar, el sonido de las cucharitas girando a contracorriente. Oleadas violentas. Y mis aliados, países de bonanza. Y mis aliados, paraísos fiscales. Y mis aliados, playas veraniegas.
Hoy acaso se escucha el viento de mi cuerpo. Corre por dentro serpenteando, reptando, no corre. Hoy hay unas ruinas y canchas olvidadas. Iglesias que se pudren y teatros con ecos de aplausos. Parques grises y niños grises. Un país deja de serlo cuando el gobierno y el territorio y la población, una o las dos o las tres juntas, desaparecen. Entonces no sólo no es país ni terruño ni hectárea. Es vacío.
Mi cuerpo es una patria sin nombre. Mi cuerpo es un vacío con bandera. Mi bandera es un cuerpo desnudo. Mi pasado es la historia del mundo, de todo el mundo.
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