La totalidad de las cosas que suceden dentro del tianguis son también temporales. El cordón de un toldo busca cada vez un lugar dónde amarrarse: encuentra siempre uno distinto. Golpes de martillo hacen embonar a la fuerza tubos cuadrados con la pintura descascarada, como si no estuvieran acostumbrados a embonar cada tres días y fuera la primera vez que se encuentran. Cambio de a cien, cableado eléctrico, fuentes alternativas de energía, la ubicación exacta de cada puesto: todo sucede sin que la gente que lo hace suceder sepa a ciencia cierta cómo lo hizo, cómo lo ha hecho y cómo lo hará. Y cada vez el mismo tianguis es muy distinto. Nunca es el mismo: es el río de Heráclito.
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Una chica me trajo dos tacos campechanos con papas. Su empleo como mesera de tianguis es, con toda seguridad, una cosa temporal, en lo que acaba la escuela o encuentra empleo en un sitio más estable. Los tacos y la chica misma. Yo. Todo temporal. Como la saciedad y como el descanso. Temporal como todas las buenas noticias.
Pagué y me fui sin esperar el cambio. Estaba triste. Sigo triste. No miré hacia atrás porque no quise confirmar la teoría de que el tianguis desaparece cuando lo abandonas. La teoría de que cada quien tiene su propio tianguis.