Encendieron la televisión de la sala por la mañana. Se sentaron los cuatro. Pasaban las noticias. Las malas noticias. Muertes violentas, atentados y, al final, una nota medianamente curiosa: una pareja de osos negros se había observado caminando en las afueras de la ciudad. Había video. Había video transmitiendo en vivo. Las cámaras del noticiario habían llegado hasta el suburbio. Grababan a distancia. Ellos, los cuatro, miraban estupefactos. Es muy raro que un oso se adentre en el pavimento de un barrio. Sólo que haya un fuego que lo apure. Pero no había fuego. Y es más raro que sean dos. Pero estaban estupefactos no por ver a un oso en la calle, tampoco porque fueran dos, sino porque la cámara transmitía desde su barrio. Desde su cuadra. Porque la casa que se veía en la televisión era su casa. Porque los osos revolvían los botes de basura de su casa, estaban a unos metros de donde ellos miraban la televisión.
Escucharon los ruidos de nuevo. Gruñidos mezclados con golpes sordos en el suelo. Un breve crepitar de hojas secas y el silbido inclemente de las uñas contra el metal.
Entendieron entonces que los ruidos nocturnos de las últimas semanas habían sido provocados no por gatos callejeros ni por ráfagas de viento, sino por una pareja de osos.
En la televisión se narraba la imagen como un fenómeno único. Decían que el ejército ya había mandado un carro, seis hombres. Era mentira. Los osos no tenían por qué saber que la octava o novena vez que esculcaban los mismos tambos de basura era transmitida por televisión a todo el país.
Asomaron todos juntos por la ventana de la sala, la que da al jardín frontal. Ahí estaban aquellas dos criaturas. Monstruos. Los osos no tienen nada de tiernos. Uno de ellos giró el cuello y los vio. Cerraron de golpe la cortina y corrieron hacia las escaleras. Se fueron al piso superior, como si los osos no pudieran subir escaleras.
Se parapetaron en la recámara de la hija. Cerraron la puerta. Bloquearon la puerta con un escritorio.
Escucharon cómo los osos quebraron un vidrio de la sala. Dos. Tres vidrios. Escucharon un largo gruñido, quizás uno de ellos se astilló una garra. Después no escucharon nada más.
La niña más pequeña sugirió encender la televisión de la recámara. Lo hicieron. La transmisión del video había terminado. La noticia había terminado. El noticiario había terminado. Ya no había osos en la televisión. Estaba empezando un partido de futbol. Los cuatro, comenzando por el padre y terminando por la niña más pequeña, sonrieron y respiraron tranquilos. Juntos comenzaron a quitar el escritorio para volverlo a poner en su lugar.
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