abril 05, 2017

La catedral


Estoy en el bar de manera ausente. Es decir, en realidad no estoy ahí sino como un narrador. ¿Quién quisiera estar ahí presente? Al parecer, varios jóvenes impetuosos, algunos viejos que se rehusan al acartonamiento, mujeres con faldas ávidas de volar, duendes de la noche. Apenas se ha cruzado el umbral, el sitio se presenta idéntico a otros muchos que hay diseminados por la ciudad. Las paredes son grandes espejos con marcos de madera vieja, húmedas barras de dos metros de largo sirven como mesas de paso y taburetes desordenados, con el forro gastado y a veces incluso agujereado, tratan de impedir el paso al baño con golpes bajos. No hay humo porque hace tiempo que a los fumadores se les hacina en un rincón del lugar o bajo el pequeño toldo de la entrada, como leprosos o criaturas tristes de humores ácidos. Podría decirse que hay música, pero las voces silencian las guitarras. Ínfimas bombas de risa estallan constantemente, en todos los cuadrantes, como si un batallón de muertos cruzara un campo minado. La gente sonríe como si el mundo fuera un buen lugar para estar.
Llevo aquí el mismo tiempo que usted. Sólo vine a narrarle lo que veo, porque alguien que no soy yo piensa que esto es una buena idea y, también, que usted ha venido aquí a leer una buena idea. La búsqueda es la misma de siempre: el cuento corto, el efecto largo, el golpe seco de una historia húmeda, de asunto unitario, sin vericuetos.
Ahora entra al bar la protagonista de esta ficción. Tiene el pelo platinado –es decir, falseado— suelto sobre los hombros. Usa una chaqueta corta de cuero opaco, bien trabajado, que deja libre el cuello, las muñecas de ambos brazos y una franja de diez centímetros de abdomen. Es bellísima y alta, esbelta. Sobresale de las cabezas comunes. Camina como si supiera exactamente en dónde se encuentra la persona a la que está buscando. Se abre paso sin mucho oficio por entre las reses, camino al matadero. Busca infatigablemente con la mirada pretendiendo siempre que ha encontrado. Sus tacones parecen resonar en la madera del suelo, aunque no se escucha su ritmo. Su cabello miente, lo he dicho. Ella miente. Cada uno de sus movimientos es de una falsedad sutil, que hace de rémora a la verdad. La belleza se equivale a la verdad, así que su mentira ha de ser breve y ligera, como su cadera, para hacer que todo el cuadro funcione. Se llama Daniela.
Dejémosla andar unos instantes, que el tiempo la recorra como quisieran nuestros dedos. Mírela caminar y alejarse, ya volveremos a ella.
El sitio entero es lo contrario a la verdad. A un bar la gente viene a mentir, que es lo único que puede hacerse ahí además de reír, besar, agarrar y beber. Uno a uno, los otros que atiborran el recinto han reído, besado, agarrado y bebido mereced a las mentiras que tiran aquí y allá, ahora y ahora otra vez. Son todas personas sin rostro, al menos en esta historia: son actores secundarios, terciarios, de utilería.
De entre esa masa multiforme de pseudohumanos surge Gabriel.
Antes de hablar de Gabriel voy a considerar una terrible anomalía, una rajada a mi voluntad, una imposibilidad de libertad que me aprieta el pecho: le confieso que yo, su narrador en turno, no puedo mentir. Puedo hablar de ficción, pero no puedo hablar mentiras, porque de la verdad se infiere o se deduce la verdad, pero de la mentira se puede obtener cualquier cosa. Este texto perdería entonces, con la mentira, su carácter de narración y pasaría a ser un cúmulo incoherente de palabras. Esto significa que si yo mintiera, se derrumbaría el andamio narrativo, es decir, se perdería el sentido de la consecuencia, de la necesidad y, por tanto, el sentido en absoluto. La ficción me precede, la historia que narro en presente sucede casi al tiempo que la refiero, sí, pero siempre un poco antes. Los hechos preceden a las palabras que los refieren: regla primitiva de la narrativa, rasgo que la diferencia tajantemente de la voz profética. Si los hechos son reales o no, no me importa y no lo sé. La narración, sin embargo, se apega a esos hechos y, por tanto, no sólo es verosímil, sino que es verdadera. Le suplico que se coloque en mis zapatos. ¿Se imagina no poder mentir? Es terrible. Sin embargo aquí estoy, dando cuenta de lo que le pasa a alguien más, en un santuario de la mentira: un bar. Queda asentado, pues, para que lo considere cada tanto y no me juzgue si lo que lee le parece un montón de estupideces.
Gabriel tiene treinta y tres años. Espera en una esquina del bar a Daniela, aunque no la conoce. Hay una imagen en su cabeza, quizás perteneciente a otra época, a una vida anterior, que la describe. Se atraen sin saberlo, compartiendo la sensación de un espacio vacío que anhela una forma específica para rellenarse. Como un ensamble de carpintero, imantado, tienden a la unión física. Está recargado sobre el codo que, a su vez, se apoya en una de las pequeñas barras. Tiene el pelo más o menos largo, más o menos desordenado, más o menos limpio. Y negro. Bebe cerveza. Está solo.
Algo inexplicable está por suceder. La gran mentira. La catedral de lo que no es, este bar, existe para lo que sucederá a continuación. Daniela y Gabriel existen para unirse y desaparecer en el tiempo. Para desaparecer un tiempo. Para desaparecer el tiempo. El mundo colapsará enseguida.
Ella camina ahora más segura. Una a una las miradas que la siguen —y también las que no le han visto jamás— se apagan, se desvanecen. Velos invisibles de vaho, cruces de aire, estelas macizas de una carne hecha de palabras —los cuerpos de los otros— se convierten en polvo impalpable. Detrás de Daniela el tiempo, detenido, muerto, se agolpa. Su espalda es una puerta de luz, el mundo desaparece, cediendo a la mentira, al no ser. Detrás de Gabriel hay, del mismo modo, un abismo de negrura, un hoyo: hay nada. El mundo se está desmoronando.
Se acercan. Entre ellos, en esos cinco metros, se encuentra ahora todo lo que existe y la posibilidad, que es reducida. No hay truenos ni relámpagos, no hay presagios ni gritos, la nada se acerca a la totalidad y los taconazos son los golpes que derrumban el mundo hacia dentro de sí. La verdad es tan relativa ya. No hay juicios, no hay casi nada.
El rostro de Daniela se detiene a diez centímetros del rostro de Gabriel. Detrás de los dos hay sólo recuerdo: nada. El mundo está entre los dos. Toda la materia que queda está ahí, desde el centro de la Tierra hasta la orilla del universo en una franja de diez centímetros de ancho. Se acaban el aire, se miran con ganas. Se acercan más.
Hay un beso, uno último, que succiona a uno dentro de la boca del otro y viceversa. Se han consumido entre ellos, los dos últimos seres. Lo último que existió fue un par de bocas, un par de labios, un suspiro sonoro.
La mentira fue desterrada y la narración ha de terminar aquí, porque ya no hay nada. Quedo yo y queda usted, nada más. Quedamos porque lo que se ha consumido es la presencia y usted y yo estábamos ahí como ausencias. Yo era sólo un sentido narrativo; usted, una conciencia capaz de captar una sucesión de eventos.
Así muere y morirá siempre la ficción. Así tiene que ser, dentro de ella misma. Hasta nunca, querido amigo.


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