Contar historias no es un arte. Sí lo es, pero la definición es
imprecisa. Más bien es el arte. Me
gusta pensar que todas las representaciones artísticas son precisamente
narraciones, lineales, cronológicas, explícitas o no, de lo que sucede, sucedió
y, mejor aún, podría o no podría haber sucedido. Incluso la mera transmisión de
sensaciones que pretende muchas veces la música o el arte plástico es, en un
sentido muy muy abierto, un forma de la narrativa humana. El arte abstracto,
como el expresionismo, presupone una teoría que lo explica y que es narrativa
en estado pura: discurso. Las obras musicales son también una cronología de sonidos
y silencios que generan, a su vez, una cronología de sensaciones: el mero hecho
de que la música esté metida en el tiempo, regida por él, que sea una sucesión
de sonidos, la convierte en una narración.
Y si todas las artes son narraciones,
entonces todas tienen un narrador.
Cuando me propongo corromper la hoja en
blanco con palabras, siempre golpeo con el mismo obstáculo. Me gusta pensar que
a veces logro superarlo, pero el problema está precisamente en que siempre lo
hago de la misma manera.
El obstáculo es la voz narrativa. ¿Quién
es esa voz? ¿A quién se dirige? Y, ulteriormente, ¿con qué finalidad? Esas
preguntas sobre la voz narrativa son, para ser precisos, propiamente el
obstáculo, no la voz. La voz es el vehículo con el que se superan.
Pienso en cuentos y en novelas. El
escritor que los comienza debe resolver el arma con la que va a acometer la
hoja blanca. Si no lo hace de manera consciente, lo hace de todos modos.
Primera persona, tercera, narrador omnisciente, estilo directo, estilo
indirecto, punto de vista o monólogo interior, stream of consciousness, etcétera. Desde el comienzo, como la clave
de un pentagrama, el arma está elegida, se quiera o no, sea la mejor para las
municiones que uno carga o no. Para cruzar el río hay que elegir una balsa.
Entonces intento que la voz cantante
provenga del interior de uno de los personajes, que sea él quien habla, quien
piensa, quien cuenta y dice. El famoso punto de vista que tanto nos limita. Y
es que, elemental y cierto, una historia contada desde la mirada de un
personaje, no puede contener lo que otro personaje piensa o desea o deja de
hacer. El engranaje mental se reduce a una sola cabeza que tiene que ver,
entender y juzgar con prontitud y perfección, pero escamoteando el todo, porque
las historias se construyen mayormente a partir de lo que el lector ignora y,
si quien narra es un personaje, debe también comenzar ignorando ciertas cosas
para encontrar el sentido de contar.
Me niego a que la narración la haga un
personaje. La narración es mía, no de él, yo soy el autor. Creo que el
personaje debe estar ahí para hacer y decir y pensar, no para contar.
Entonces.
Comienzo a escribir y cuando menos me doy
cuenta, ya estoy ahí, narrador de carne y hueso, yo, el autor, interrumpiendo
el flujo de la historia, asegurándome de que el lector haya entendido, esté
cómodo o quiera seguir. Interrumpo, siempre interrumpo, pongo en duda la
verosimilitud, dudo y todo eso termina plasmado en la hoja también, junto con
los pedazos de historia que pretendía narrar.
Por otro lado, no me gusta perder la
verosimilitud del relato, me parece su característica más valiosa y contundente
y pienso que, cuando flaquea o se pierde o al menos se debilita un poco, el
relato entero se viene abajo. Nadie quiere escuchar cosas increíbles por
inestables e inconsecuentes. El sentido de un texto radica en su verosimilitud.
No quiero confundir verdad o precisión
factual con verosimilitud. Simplemente estoy hablando de sentido, de efectos
que han sido causados y de causas que no se quedan sin efecto. Una cosa, otra
y, al final, un enlace entre ellas. Narrar no es aislar sino unir, coser,
construir.
¿Sigue ahí? Ya viene el final.
Lo que me sucede, en pocas palabras, es
que me parece completamente falsa la narración en tercera persona de una voz
que viene de quién sabe dónde y nunca dice cómo es que pensó esa historia o de
dónde la recogió. No me parece justo con el lector utilizarla. Y, como expliqué
antes, tampoco me gusta tener sólo un punto de vista y cargarle al personaje la
penosa tarea de describir algo y contarlo además de vivirlo.
Cuando uno narra algo en una fiesta,
whiskey en mano, y hay dos o tres personas escuchando, quien narra interrumpe,
hace aclaraciones, explica lo que está contando, sus razones, la finalidad
(aunque sea un chiste y la finalidad sea sólo hacer reír). Quienes escuchan
saben quién es el narrador, lo conocen, lo miran, lo escuchan, tienen chance de
interrumpir también y aclarar dudas. Saben cómo llegaron a esa situación en la
que otra persona les está contando algo y por qué. Una voz que baja del cielo
no es creíble, no es interesante, no tiene derecho a narrar algo que sucede acá
abajo, con personajes que tienen derecho a reaccionar ante lo que escuchan.
Entonces llega mi zozobra. Comienzo a
escribir una historia y termino escribiendo algo que tiene que ver con cómo
escribí esa historia o cómo la inventé y por qué. Caigo en la trampa de la
metaficción: una obra que hace referencia a sí misma en su desarrollo. Y es un
ejercicio interesante para mí, pero dudo que lo sea siempre para el lector. Me
entristezco.
Mi esposa dice que quizás ese es mi
estilo, que no huya de él, que lo use a mi favor. Entonces recuerdo lo que hace
poco escuché decir a Marçal Aquino: tener un estilo marcado no es ninguna
cualidad, es más bien el defecto de no saber hacer las cosas de otro modo y
terminar haciéndolas siempre igual.
Es eso. No sé escribir de otra manera,
joder.
Otra cosa que me cuesta mucho es cerrar
los textos, usted verá.
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