Prefacio.
Así como a veces me asaltan la mente ideas completas, cerradas, que
considero medianamente interesantes o quizá estúpidas, así también a
veces me llegan pedazos aislados de ideas: pequeños trozos con órdenes cronológicos o sentidos narrativos (casi siempre introductorios), pero incompletos y deformes (casi siempre sin final).
Nunca he estado a favor del aborto eidético. Las rescato, trato de
darles consecuencia y rara vez lo logro. Presento aquí tres. Sólo la
segunda idea encontró acomodo, sólo la segunda vive también en otra
historia, con pies y con cabeza, sin vergüenza.
Uno
La ciudad desde las alturas. Este monstruo gris que se
esparce inadecuadamente por encima de toneladas de basura y cascajo, que
penetra con vida y gente y ladrillos cada una de las calles, como el delta de
un río de historias. Cerca del centro, cargado ligeramente hacia el sur, el
edificio. Es blanco. Desde cientos de metros de altura se sospecha diminuto, no
como el centro comercial que se encuentra apenas cruzando la calle. A pocos
metros la percepción cambia. Desde el nivel del suelo toma su forma original,
la que el arquitecto imaginó: un edificio oblongo, blanco y de tres plantas,
con grandes ventanales de párpados cerrados, que crece y respira. Cortinas muy
gruesas protegen sus tesoros. Un pasillo angosto sale hasta la banqueta para
saludar, seducir y atraer bichos con su lengua de asfalto. Como moscas los
peatones huyen, algunos caen. Entran.
El museo a nivel del suelo. Dos pasillos laterales y una
rampa oblicua central que parte las plantas como la ranura
de una alcancía. Pisos fríos, blancos, que reflejan la parquedad del techo y
celebran los pasos de mujeres con tacones, les aplauden, chillan cuando los
pisa un hombre con calzado de goma. Es el museo central de la ciudad central
del país. No ostenta su grandeza en el tamaño, sino en la historia que recubre
sus paredes.
Segundo piso. Hubo que librar las exposiciones temporales.
Cuando se recorre el pasillo oeste, asalta un aroma de óleo seco, un crujir de
muros y cambios abruptos de temperatura. La gente se amontona con cierta
decencia, el calor arrecia, también el zumbido de las máquinas climáticas,
electrónicas, que se redoblan para seguir engañando a las obras, para que no se
despierten.
Entonces se puede contemplar la obra maestra. Ahí comienza el
tránsito. Ahí también la ligereza. No importa de quién es, no importa quién la
pintó. Es posesión absoluta del edificio, es su diente de oro.
Dos
La voz del encargado de poner la música resuena a lo largo
del lugar. Se cuela en las bocinas un silbido vicioso. La gente espera que
empiecen ya los shows principales, que es realmente la razón por la que siguen
ahí, por la que siguen pagando esos precios de las bebidas y por la que, en
primera instancia, la mayoría pensó pasar unas horas en ese desgraciado lugar.
No quedan muchos en el local. Los que suelen llegar tarde ya no llegaron. Él
mira fijamente el escenario mientras escucha el repertorio de frases hechas que
usa el animador para presentar a la siguiente bailarina. Enunciados que juntan
sustantivos como diosa y piernas con
adjetivos tan consecuentes como fogosa, milenaria e infartante. Entonces ella asoma la cabeza por entre los telones
que penden del techo. Sonríe con picardía. Enseña una pierna. Él la mira a los
ojos, quiere hacer contacto visual con ella. Quiere saber, en el fondo, que no
baila para nadie más que para él. Sale por fin, de cuerpo entero. Lleva puesta
una falda plisada, a cuadros, que simula el uniforme de una escuela pública.
Está maquillada hiperbólicamente. Las mejillas muestran un rubor intenso, casi
ígneo, que nunca se ha visto sobre la piel de nadie.
Él piensa en que la tormenta ha arreciado. No tiene idea de
lo que está pasando afuera, en la calle, en ese mismo momento. Una de las
tormentas más largas y caudalosas de la historia reciente de la ciudad está
cayendo. Pero él piensa en la tormenta interna. Piensa en sus hormonas
desordenadas, chocando entre sí. Piensa —más bien, siente— la concentración de
sangre entre sus piernas. Ese rocío que contempló en la lejanía es ahora una
lluvia tormentosa que le moja los pies. Ella está en el suelo, escurrida,
serpenteando y evaporándose, abriendo todas las bisagras de su cuerpo,
provocando la humedad como si se hubiera colado desde afuera, como si estuviera
en comunión con las tormentas emocional y meteorológica que lo azotan a él y a
la ciudad, respectivamente.
Él se levanta del sillón. Casi se cae.
Tres
Había una toalla colgada en el baño. Tiesa. Se había secado
por la soledad, porque ni el viento ni el sol la habían hecho ondear. Decidió
no usarla. Después le hubiera picado todo el cuerpo, como cuando se seca el
jabón sobre la piel. Le sucedía a menudo. Una comezón que casi siempre empezaba
en el interior de los muslos, que casi siempre empezaba alrededor de las diez,
que casi siempre empezaba cuando estaba en junta. Rascarse hacia suponer a los
demás que se estaba acomodando los genitales. O que no se había bañado.
Salió del baño sin secarse. Dejando un camino à la Gretel para saber volver. Ya estaba muerto
de frío, los pezones puntiagudos. ¿Para qué iba a volver al baño? La pura
costumbre de secarse ahí dentro. Fue a la recámara de invitados, al clóset. Ahí
estaban dobladas otras cuatro toallas. Estuvieron limpias hace dos meses. Ahora
quién sabe. No por estar dobladas y sin usar permanecían limpias. Mucho menos
dentro de ese clóset que parecía tener un ecosistema propio. Nevaban hojuelas
de polvo, como en los inviernos de tristeza.
Tomó la toalla de hasta abajo, la que imaginó menos sucia.
Estaba más tiesa que la que se había secado de olvido en el baño. Ya era tarde
para intentar otra cosa. ¿Y qué podría intentar? Volvió al baño. ¿Para qué?
Para secarse ahí dentro. Usó la toalla tostada, la que había descartado
primero, para ir barriendo sus migajas de agua. La toalla tomó forma poco a
poco, como un pez que reviviera en el lecho de un río desviado.
Puso una lavadora. Sólo toallas sucias, algunas sin usar.
Alcanzó a apretujar un par de calzoncillos dentro del tambor. El centrifugado
haría estremecer todo el departamento. Lo predijo. Y sucedería así, pero él
todavía no habría vuelto a casa para atestiguarlo. Que lo soporten los vecinos.
Programó la lavadora para que empezara a las seis. Llegaría a las siete a sacar
y a colgar. Nunca a planchar. Nunca planchaba.
Se apuró y se fue, pensando en formas de agua. Dejó la
puerta del departamento abierta.