Sales a la calle con un billete de doscientos pesos dispuesto a comprar cigarrillos. Entras al Oxxo y pides unos Cámel. Pagas y la dependiente te pregunta rigurosamente si traes cambio. Tú respondes metódicamente que no. Ella no lo necesita, tú sí lo traes, no importa, es sólo la función fática del lenguaje. Ambos tienen que decir lo que dijeron, a eso se dedican.
Sales del Oxxo y ofreces una moneda a un borracho que te la pide. Tal vez no sería pobre si no bebiera tanto, pero tú sabes qué bonito es beber y se la das. No se acuerda de agradecértelo y por un momento piensas que deberías volver atrás y pedirle de vuelta la moneda. No lo haces.
Caminas media cuadra más y te dirijes a esa junta donde te van a presentar a tu nuevo jefe. Al momento de recordarlo, llegan de ninguna parte y simultáneamente dos impulsos eléctricos que el cerebro decide que los sientas en la sien y en el estómago, respectivamente. Interpretas la causa: el impulso que sentiste en la panza quiere recordarte lo mucho que te molestan las juntas de trabajo; el de la cabeza, que hace falta bolear tus zapatos porque usaste el metrobús.
Te sientas en el banquito del bolero y tarareas un bolero. Pagas con las monedas con las que no pagaste tus cigarros. Te quedan ciento setenta y cinco pesos en la bolsa. Un billete de cien, uno de cincuenta, dos monedas de diez y una de cinco.
No has desayunado. Compras un jugo y un sándwich. Se te cruza una señora que te dice que la acaban de asaltar y que tiene que volver a Atlacomulco, pero que no tiene dinero para el boleto de autobús. Te compadeces aunque sabes que ni una palabra de la que te acaban de decir es verdad, pero piensas en el juicio final y le das veinte pesos.
Se acerca una mujer con un bote de la Cruz Roja que dice "¿Y a la Cruz Roja quién le ayuda?", recuerdas que una vez el primo de un amigo tuvo que pedir una ambulancia. Les das diez pesos más. Te quedan ciento veinticinco.
Faltan seis cuadras para llegar al edificio de la junta, pero tienes muchas ganas de orinar y decides entrar al baño de una gasolinería. Te cobran cinco pesos y te dan dos cuadritos de papel. No los usas pero los guardas porque te costaron cinco pesos. Más adelante los usarás para limpiar tu saliva de la laptop de un compañero al que le estornudaste el monitor porque había incienso encendido cerca de ahí, aunque todavía no lo sabes.
Llegas al edificio y le das diez pesos a un señor que toca tres notas en una trompeta con intervalos de silencio que duran cinco segundos. Tienes ciento diez pesos en la bolsa.
Sales de la junta y, como no te dieron ni agua, tienes que comprar un Gatorade. El Gatorade cuesta veinte pesos, no lo puedes creer. Es demasiado tarde ya para tomar el Metrobús y tienes que tomar un taxi. Te cobran noventa pesos porque había mucho tráfico.
Llegas a tu casa y te revisas las bolsas. Tienes tiquets de compra pero no tienes ya dinero. Si no vivieras en el DF, sino en Indiana, y si llevaras guardando tu cambio por trece años y si te llamaras Paul Brant, ya habrías comprado una RAM CHARGER.
3 comentarios:
yo siempre termino juntando "el cambio" para comprar cigarros y cosas de esas, ni en Indiana podría llegar a semejante meta, pero me gustaría ver una foto de todo ese varo junto, snif
Maestro, como siempre un placer leerle,aunque esta vez sólo para recordarme que el dinero habla aunque el mío tan sólo sabe decir adiós.
Soy un fantasma...
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