–Al menos los dos nos debemos al mar –dijo y se levantó del sillón.
El camino hacia fuera de la casa de Ariadna era largo y posibilitaba el
arrepentimiento, el surgir de un hilo de voz que lo traería de vuelta, el
tiempo suficiente para la reconsideración inmediata. Pero no.
Al cerrar la puerta supo que la había perdido.
Arriba todo oscuridad. Sólo el ojo de la noche, decididamente hostil,
iluminando los perfiles de las cosas. Un mes exacto desde que la luna no miraba
el suelo así, enfática y arrogante. Ariadna ya no lo amaba, era así de
sencillo: se había ido a enrollar con un pescador, dios mío, un hombre de
familia histórica que jugaba a ser pobre, que pescaba desde un yate. Ni el
puerto ni el cielo estaban de humor esa noche. O bien lo estaban, porque la ira es
también un humor. Uno denso y cálido. Los vientos del Norte azotaban partes
enteras del malecón, el mar estaba picado con aceros, insondable.
El nuevo hombre de Ariadna era rubio y usaba bermudas blancas, al menos
en ese par de fotos que mostraban un gran animal colgado todavía del anzuelo
del hilo del brazo derecho. Su cinturón, de tela con las puntas de cuero, tenía
el color del café con leche y combinaba con sus zapatos, también de cuero. Era
un joven adinerado, que viajaba y pescaba por diversión pero que aún así se
presentaba como pescador, con toda la
indignidad que tiene jugar al semántico irónico cuando se tiene resuelto el
futuro de tres generaciones. Se llamaba Juan, como si no se apellidara
Sampedro.
Así debía ser un hombre nuevo. Los hombres viejos, aunque jóvenes, no son
rubios ni se apellidan Sampedro. Son, casi siempre, serios y morenos, de pelo
corto. Son biólogos marinos encuartelados en Veracruz, dedicados al estudio y
al cortejo sincero y breve. Son como Roberto Gómez.
–Estoy viendo a Juan Sampedro –susurró Ariadna.
–¿A ese imbécil? –preguntó Roberto Gómez.
–Sí. Lo siento. Ya no podemos vernos más tú y yo –sentenció ella.
–Bueno, al menos los dos nos debemos al mar –dijo él y se marchó, con dignidad.
Sus zapatos no daban para caminar mucho. Eran unos Converse que llevaban
años fieles a sus pies. A los dos o tres kilómetros los arcos comenzaban a
tirar hacia arriba en espasmos. Roberto caminó, sin embargo, porque tenía ganas
de ver cómo las olas brincaban a la calle en el malecón, cómo la espuma surgía
rabiosa de la boca del mundo. Aún sin lluvia el viento era caótico y, bien
metido a la negrura de la noche, asustaba. Llegó así, de una cuadra a otra, a
la orilla de la ciudad, del estado, del país y del continente, justo por el
medio del paseo turístico.
Siguió la vereda de adoquín bañándose horizontalmente con un ritmo
también azaroso. Cuando apretaba el paso era para sentir la cachetada de agua
que saltaba desde el mar al chocar con la barda; cuando lo aflojaba, para
sentir la humedad de la ropa. Estaba como para no estar y no pensaba nada en
concreto, sino una totalidad de pensamientos, al menos de los posibles al
momento, que se contradecían y superponían, creando una masa informe sin articular
adentro de su cabeza, tan negra como el mar de esa noche.
El ojo del cielo cerró sus párpados de nubes.
Al terminar de andar la vereda, esto es, al final del muelle que franquea
la entrada de las embarcaciones menores, vio algo moverse dentro del agua. Un
bote girado hacia abajo. Los pensamientos se disolvieron como la espuma en la
resaca de la tarde. Se sacó los Converse y se echó al agua. Hubo un silencio
instantáneo y hubo también un jalón continuo de ropas. Luego, la superficie en
guerra.
Sentía en los pies arena como metralla y algas acariciándolo con
masoquismo. Ubicó mentalmente la situación del muelle, el malecón y el bote
volteado. Comenzó a nadar hacia él. Los instintos le jugaron a favor: no había
sido un arranque momentáneo. Miró con los ojos de lluvia un brazo colgado a
babor de una cuerda maciza, el rostro y el torso hundidos en el agua. El
instinto que le había hecho saltar había sido más bien una premonición, una
adivinanza añeja que venía de ser pensada por otros hombres en otras épocas.
Quizás había visto cómo la barca se volteaba y no lo advirtió con la razón,
sino sólo con las piernas que resortearon hacia el agua. Se había tirado para
salvar a un hombre de la muerte en el mar.
Llegó exhausto hasta el borde del bote. Tomó al hombre de la axila y
desembrolló el brazo. Comenzó a nadar tirando de ese cuerpo quieto y pesado
hacia el muelle. El mar regañaba sus brazadas, revuelto como por la ira de un
dios que odiaba a ese hombre y también a Roberto. Quizás había más gente
atrapada debajo de ese cascarón a la deriva, pero él no estaba en condiciones
de remolcar a nadie más. Ellos, si estaban, estaban absolutamente perdidos.
Continuó la lucha. Sus piernas comenzaban a vacilar, el agua se le metía sin
ritmo por entre los labios y por la nariz. Ahora la espuma del mar era la de su
boca. Sentía cómo la muerte abrazaba ya no sólo al cuerpo que venía
arrastrando, sino también al propio.
Llegó al muelle, a los postes lamosos del muelle. Qué lejos quedaba la
superficie. Qué lejos quedaba ya la oportunidad de salvarse. Un azote tras
otro, la cabeza le rebotó en la madera y se abrió la frente. En el malecón
nadie, en el muelle tampoco. La única música era un chasqueo terrible de aguas
golpeándose entre sí en una enemistad primigenia. Con un último esfuerzo
alcanzó a cargar la mitad del cuerpo por encima de su cabeza, sacarlo del agua
significaba sacar un pez de ochenta kilogramos. Lo arrojó sobre una tabla
diagonal que comenzaba en el medio de un poste y terminaba en la parte superior
del poste siguiente. Lo atoró ahí, con el abdomen oprimido contra el ángulo de
madera. Él se hundió tirado hacia abajo por una corriente enojada que lo quería
matar.
El cuerpo de Roberto sería hallado por el trabajador de un astillero tres
días más tarde; sus Converse, por un buscador de monedas en el malecón.
El cuerpo atorado en el poste del muelle, cuerpo que no era cuerpo sino
un hombre, un hombre vivo, despertó cuatro horas más tarde, pasada la revuelta.
Salió por propias fuerzas por una escalera atada en la barda. Juan. Juan
Sampedro. Con la ropa rasgada, sus bermudas blancas y el pelo rubio enredado,
no pensó en otra cosa que en hacer de madrugada el largo camino hasta la casa
de Ariadna. Llegó ahí, tocó la puerta con fuerza y se sentó a esperar a que
alguien la abriera.
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