Me excitaba lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura casualidad.
No tenía sentido y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.
The locked room, Paul Auster.
Cinco días en cama me han hecho dudar. Lo importante –para mí, en todo caso— no es tanto la duda como su objeto. ¿Qué es lo que perdió solidez? ¿Qué es eso que se tambalea entre las sábanas sudorosas y también dentro de mi cabeza? Esa es la cuestión. Vamos, la duda en sí también debe valer algo, me imagino, pero siempre me ha parecido más importante lo que se está poniendo a prueba que la prueba. Nunca estuve de acuerdo con esa perorata de “lo importante no es la respuesta, sino la pregunta" ((los clásicos dixit), los intelectuales dixit).
Los últimos días han sido intrascendentes. Tan intrascendentes como la trascendencia que se busca todos los días. Ha sido curioso que chocara con la lentitud de las horas en una ciudad como esta, Barcelona, que es una cosa viva de tiempo acuoso. Y que además fuera en un momento como este, la semana santa, que conmemora justamente la trascendencia del tiempo, su abolición.
Con la espalda trozada y la imposibilidad como punto de partida, me refugié –quién no, cuándo no— en algunos libros. Siempre me había mostrado reacio a leer a Auster por causa de un prejuicio fácilmente localizable: gente con lentes de pasta lo lee. Y, peor, gente con lentes de pasta lo cita.
Al final abrí su Trilogía de Nueva York. Después otro y otro y uno más.
Los temas recurrentes del autor me resultaron claros y tristes, pero sobre todo claros: la soledad y el silencio como condiciones de posibilidad para el conocimiento de uno mismo; el lenguaje como el principal obstáculo de apertura hacia la otredad; la tendencia a reducir las necesidades básicas hasta su mínima expresión como posibilidad de la libertad; la paradójica aparición del deambular constante y el sedentarismo monástico como opuestos atractivos; la necesidad de perseguir y la ulterior conversión del buscador en el buscado o en algo muy parecido a lo que busca. Pero hubo uno que me resultó a la vez evidente y fundacional: la apariencia del azar, la coincidencia y la interconexión de historias como condición de posibilidad para la creación biográfica.
No es el primero ni será el último. Es más, en cierto sentido toda la literatura se funda en esos tres últimos axiomas. Y es que, seamos sinceros, a quién le interesaría leer una historia en la que no sucede algo casi imposible, algo extremadamente raro y terrible o, al menos, algo extraordinario. Por eso en las buenas novelas siempre hay muertos, gente a punto de morir, transformaciones, peligro, amores y coincidencias notables, traiciones graves y hechos sobrenaturales: magia o rareza. Entonces pienso en una posible paradoja: la buena literatura, dicen los críticos clásicos, ha de ser verosímil; pero, por otro lado, una buena historia suele escapar de lo ordinario. La cuestión que nos hace creer que estas dos condiciones son contradictorias radica en que entendemos que lo más creíble se identifica con lo más posible, cuando en realidad, puede ser que la cosa no sea así.
Cuando nos sucede algo fuera de lo común, algo inesperado, solemos calificarlo como “increíble”. Y es que nuestra vida está casi siempre amarrada a la gigantesca roca de lo “esperado”, lo “lógico”, lo “común”. Pero el mundo está lleno de situaciones que escapan a estos adjetivos. Si yo dijera que estuve a punto de subirme a uno de los aviones que se estrellaron aquel once de septiembre, seguramente nadie me creería. Sin embargo, es muy probable que algún pasajero se haya quedado dormido ese día y haya perdido el vuelo. Cada vez que se sortea un auto o un viaje entre quienes hayan recortado la caja de cereal, hay un ganador. Todos los días hay recuperaciones milagrosas en los hospitales del mundo y cada vez que hay un superviviente en una catástrofe, ese superviviente tiene nombre y apellido, familia y conocidos.
La literatura da cuenta de una sociedad. Pero el conjunto de individuos que conforma una sociedad excede por mucho al conjunto de historias que conforma la literatura que la refiere. Así, el escritor se ve obligado a buscar una historia que valga la pena contar dentro de esa sociedad, sea verídica o ficticia (la historia o la sociedad). Pero si la historia no sale de lo ordinario, no vale la pena contarla. Es así de sencillo.
La etiqueta de verosímil, al colocarla en una obra literaria, se vuelve entonces ambigua y borrosa. Más nos valdría mejor invertir la fórmula. En lugar de decir que la verosimilitud es una condición necesaria para que una obra literaria sea bella, hay que decir que la belleza de una obra condiciona su verosimilitud. En otras palabras, la posibilidad de la ficción no tiene que ver con su acercamiento a la realidad, sino a la belleza. En ese sentido, una obra será más posible, más creíble, cuanto más bella sea, y no cuanto más se acerque a la realidad de todos los días, que, por otro lado, ofrece muy poco para referir por escrito.
Bienvenidas han sido, son y serán siempre las historias increíbles.
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