Cuando terminé de cargar gasolina, en la estación de salida a la carretera a Veracruz, no hubiera imaginado que el verdadero viaje que estaba por comenzar era de carácter esencialmente espiritual. Sentí abrirse una grieta en algún lugar de mi tracto digestivo, eso sí, y mientras firmaba el voucher de la tarjeta y pateaba las llantas para comprobar su presión, por dentro del torso el viaje al fondo de mi identidad ontológica acababa de emprenderse, río abajo, hacia lo profundo.
Es el cuerpo conociendo al alma, precisamente a la manera inversa en que normalmente sucede la interacción espíritu-materia. Sabemos que la mente puede manipular al cuerpo de todas las maneras posibles: la voluntad, la disciplina y el hábito —la segunda naturaleza—, la meditación, la nemotecnia y el placebo, en fin. El cuerpo, sin embargo, también puede dominar a la mente, manipularla y tomar las riendas del ser moral.
Nuestro yo puede a veces ser sólo cuerpo, aun en vida, bajo determinadas circunstancias. Determinadas y dadas todas a la vez durante el puente del primero de mayo.
Era viernes de asueto. Saldríamos temprano rumbo a Córdoba pero no dormí durante la noche anterior: pasé uno de cada diez minutos de la noche en el baño. Me estaba vaciando. Por el momento pensé que era un malestar pasajero y sólo pospuse la salida cuatro horas, no la cancelé. Estaba equivocado, como la mayoría de las veces que aventuro diagnósticos: la descomposición había llegado para llevarse buena parte de mí hacia las entrañas de la ciudad, al centro del mundo.
Me remedié torpemente con esas medicinas que no curan. Me cuidé de no comer ni tomar nada. Aún no me sentía muy mal, pero mi tracto digestivo era territorio rebelde. Visité el primer baño ajeno en la gasolinería de Amozoc. Si no hubiera estado muy enfermo, me habría enfermado ahí. En otras circunstancias no había podido ni verlo, pero lo tuve que usar. Fui una de esas tristes almas que se ven obligadas por el destino a someterse a la humillación de un baño de carretera. Siempre me había preguntado quién, por qué, cómo. Nunca más.
Ahí doté de significado un término que acuñaría tres días después: el coproturismo (del griego kopros, excremento). Una forma no deseable de viajar y conocer sitios, gente y, sobre todo, culturas.
Llegando a Córdoba la cosa fue siempre a peor. El estómago clamaba venganza o se había puesto en huelga; los ojos y la cabeza, sin embargo, me pedían agua, alimento. Entraba todo y se iba así como entró, no sin antes transformarse con una velocidad escalofriante en agua. Visité baños en restaurantes, en bares, en hoteles, en establecimientos comerciales sin servicios públicos, en casas.
Conocí parte de la cultura local de los habitantes de Maltrata, Orizaba, Córdoba, Fortín, Peñuelas y otros poblados cercanos con el método escatológico. Me enteré de lo más íntimo: cómo van al baño, con qué tipo de papel se limpian, cómo se lavan las manos, cómo mantienen la higiene del lugar (cuando lo hacen). Los conocí de cerca, por dentro. Cuando salía del baño tenía contacto visual con los hombres y mujeres de la zona. Sabían que yo sabía algo más acerca de ellos, sabían que había penetrado su intimidad, que había violado el estatus de extranjero. No diría que se fraguaba una complicidad —entre otras cosas porque mi estado de salud me impedía una conexión racional con el mundo— pero algo sí nos ató.
Las noches fueron reveladoras: mis sueños eran situaciones límite, muy abstractas, que podrían calificarse de pesadillas si tuvieran algún sentido. La primera fue absolutamente no figurativa: algún problema tenía que resolver si no quería que pasara algo que sería terrible e irreversible. A medio sueño me daba cuenta de que sería imposible resolverlo. Sufría mucho. Para la segunda noche la cosa se hizo más tangible: vivíamos en la punta de un cerro en Maltrata, la neblina estaba cerrada y hasta abajo. Extraños zumbidos nos habían sacado al patio para ver qué tipo de bicho gigante rondaba la casa. No era un bicho, era el ruido que hacían piedras en llamas que caían desde fuera de la atmósfera. Pequeñas piedras que se clavaban en la tierra, encendidas, al rojo vivo. Entonces veíamos emerger de la niebla una piedra del tamaño de un planeta, que surcaba el aire y que nos iba a matar a todos. Estaba ya muy cerca, no daba tiempo ni de correr para abrazar a mi esposa.
Hubo fiebre. Sudor. Agua y más agua. Entrando, saliendo. Una noche horrible. La enfermedad era del cuerpo, pero se había trasminado, húmeda como era, hasta el alma: el espíritu no es impermeable. La materia sutil de la que hablaban los bizantinos podría ser, más allá del misticismo, una bacteria. El médico, amigo mío de toda la vida, me dijo que descartaba que el culpable fuera un virus y me recetó antibióticos.
La temperatura de mi cuerpo bajó. La bacteria se fue. Pero los lugares que visité durante la fiebre, durante el viaje entero —el físico y el mental—, sean los insalubres retretes de las gasolineras estandarizadas de la ruta o los escenarios apocalípticos de las montañas veracruzanas, permanecieron. Y me dijeron mucho de mí. De lo que hay adentro de mí.
La enfermedad es oscuridad. Parte de mí también. Parte de mí es una enfermedad. Lo descubrí y pensé en ciertas obras de Tàpies.
La gente cercana cree que hice un viaje de tres días a Córdoba, en realidad lo hice hacia dentro de mí mismo. Eso me quedó claro. La claridad es, paradójicamente, una de las principales características de la oscuridad: no se confunde, sabes cuándo entra, sabes cuándo se instala y no queda de otra que apretar los párpados y aguantar. Aguantar vara. Mucha vara.
Volvimos a México. Apenas terminé de curarme, apenas retuve alimento y agua y apenas la rebelión intestinal firmó acuerdos de paz, la migraña dijo hola. Mi cuerpo es un territorio incierto en el que algo terrible siempre está por suceder.