Imagen de savagechickens.com |
Casi todos los narradores y cronistas se aferran a uno de los dos extremos de la corrección política, a saber, omiten cualquier comentario que pueda resultar remotamente ofensivo para el miembro de alguna comunidad, género o religión; o, muy al contrario, despilfarran palabras feas como si fueran gratuitas porque se les para la verga al escribir la palabra "verga". Hay tanto público para la vulgaridad gratuita como para la corrección impoluta, ¿no es cierto?
Pero también hay algo de público en medio. Yo prefiero arrastrarme por el terreno entre lo verosímil y lo verdadero buscando la intersección imposible de esos términos. Tratar de moverme en ese eje y no en el otro. La corrección y la incorrección son conceptos, a mi juicio, aburridísimos y subjetivos, surgidos de una moralidad frágil y corrugada que está de moda desde que la red nos dio espacio a todos para hablar sin filtros, es decir, desde el Facebook.
Si tengo que decir que le miré las nalgas a alguien, sin embargo, y sólo si tengo que decirlo, lo hago. Es una práctica común en mí, por cierto —la de mirar traseros—, como sospecho primero y confirmo inmediatamente después que hacen muchos hombres y mujeres, jóvenes y viejos de todo el mundo, sin pedirle permiso al dueño. No me enorgullezco, pero es cierto, ni qué decir.
Esta vez, anoche, mientras miraba las nalgas de una policía que según yo me sonrió al pasar, en mis audífonos sonó "We only said goodbye with words, I died a hundred times" con la impresionante voz de Amy Winehouse. Me pareció una coincidencia improbable porque la mirada que yo le dedicaba a la policía tenía la forma de una despedida definitiva, tenía su amargura. La concurrencia del verso y la mirada me subrayó ese pensamiento exagerado que subyacía y que no había hecho aún conciente: ese cruce podría no volver a suceder nunca más.
Varios de mis pensamientos cotidianos tienen el mismo destino: la conciencia del horror de la fugacidad, de la tragedia de lo efímero: de la horrible naturaleza humana. Supongo que en eso consiste la depresión, o al menos en parte. O al menos en mi caso.
Fue una miniepifanía. Durante los siguientes pasos comencé a pensar que esa otra persona, esa voz que escuché al paso, la visión del Viaducto con poco tráfico a una determinada hora de la tarde, todas las nubes y muchas otras cosas estaban sucediendo por única y última vez frente a mí. Casi todas las visiones, olores precisos y sonidos están siendo percibidos por última vez por mis sentidos.
Se me nubló el cielo en segundos. Hablo de mi cielo particular, había aún sol.
Entonces llegué a casa y giré la llave para abrir la puerta. Pensé en la cantidad de veces que he repetido ese gesto, idéntico, y en la cantidad de veces que me quedaban por delante. Muy probablemente no será la última vez que lo haga, concluí.
Se me despejó el cielo un poco. Un clarito, pues, aunque la noche caía ahora negra.
Eso es. Yo no sabía exactamente por qué amo tanto las rutinas. No había reparado lo suficiente en el hecho de que estoy irremediablemente sumergido en tantas rutinas, que con sólo enumerarlas se estaría describiendo el noventa por ciento de mi vida.
Soy feliz cuando estoy cómodo y estoy cómodo sólo en la rutina. Me siento bien cuando me levanto a tiempo, cuando entro o salgo de trabajar a la hora de siempre, cuando es martes y hay mixiote, cuando es domingo de Pumas y vienen los mismos de siempre por mí para ir al estadio, a la misma hora. Soy un hombre de rutinas.
El derrumbe de mi estado de ánimo cotidiano es consecuencia del desbalance de las acciones y los tiempos. Soy un esclavo de la repetición. Un esclavo que lame el grillete con fruición (y devoción y puntualidad). Si no me levanté a las 8:30 y tomé un café a las 9, oficialmente el día ha comenzado mal. Por eso no soporto a la gente que habla de romper la rutina como si esa pequeña rebeldía burguesa fuera la fuente de la felicidad. Escápate de la rutina, nos dice la publicidad. ¡No! Por favor no. Si constantemente sientes la necesidad de salir de tu rutina, quizás deberías más bien cambiar de rutina. Algo estás haciendo mal.
Yo estoy feliz con las mías, ¿por qué me voy a escapar? ¿Por qué carajos debería salir de mi "zona de confort" si lo que estoy buscando —¿acaso no todos?— es justamente quedarme en ella para siempre? ¿Quién es ese tipo que habla de salir de la zona de confort? Fíjense bien, casi siempre el que nos espeta con dedo inquisidor, el que nos recomienda con superioridad moral (a veces aun ontológica, según cree) que debemos romper la rutina y dejar nuestra zona de confort es un mediocre rutinario.
Pero tampoco hay que señalar a ese tipo. Por definición la mayoría de la gente es mediocre. Es un axioma. ¡Qué necedad exigirle a tanta gente que no sea mediocre si la mera existencia de los mediocres es la que garantiza al ganador su lugar fuera de la masa!
Pero también hay algo de público en medio. Yo prefiero arrastrarme por el terreno entre lo verosímil y lo verdadero buscando la intersección imposible de esos términos. Tratar de moverme en ese eje y no en el otro. La corrección y la incorrección son conceptos, a mi juicio, aburridísimos y subjetivos, surgidos de una moralidad frágil y corrugada que está de moda desde que la red nos dio espacio a todos para hablar sin filtros, es decir, desde el Facebook.
Si tengo que decir que le miré las nalgas a alguien, sin embargo, y sólo si tengo que decirlo, lo hago. Es una práctica común en mí, por cierto —la de mirar traseros—, como sospecho primero y confirmo inmediatamente después que hacen muchos hombres y mujeres, jóvenes y viejos de todo el mundo, sin pedirle permiso al dueño. No me enorgullezco, pero es cierto, ni qué decir.
Esta vez, anoche, mientras miraba las nalgas de una policía que según yo me sonrió al pasar, en mis audífonos sonó "We only said goodbye with words, I died a hundred times" con la impresionante voz de Amy Winehouse. Me pareció una coincidencia improbable porque la mirada que yo le dedicaba a la policía tenía la forma de una despedida definitiva, tenía su amargura. La concurrencia del verso y la mirada me subrayó ese pensamiento exagerado que subyacía y que no había hecho aún conciente: ese cruce podría no volver a suceder nunca más.
Varios de mis pensamientos cotidianos tienen el mismo destino: la conciencia del horror de la fugacidad, de la tragedia de lo efímero: de la horrible naturaleza humana. Supongo que en eso consiste la depresión, o al menos en parte. O al menos en mi caso.
Fue una miniepifanía. Durante los siguientes pasos comencé a pensar que esa otra persona, esa voz que escuché al paso, la visión del Viaducto con poco tráfico a una determinada hora de la tarde, todas las nubes y muchas otras cosas estaban sucediendo por única y última vez frente a mí. Casi todas las visiones, olores precisos y sonidos están siendo percibidos por última vez por mis sentidos.
Se me nubló el cielo en segundos. Hablo de mi cielo particular, había aún sol.
Entonces llegué a casa y giré la llave para abrir la puerta. Pensé en la cantidad de veces que he repetido ese gesto, idéntico, y en la cantidad de veces que me quedaban por delante. Muy probablemente no será la última vez que lo haga, concluí.
Se me despejó el cielo un poco. Un clarito, pues, aunque la noche caía ahora negra.
Eso es. Yo no sabía exactamente por qué amo tanto las rutinas. No había reparado lo suficiente en el hecho de que estoy irremediablemente sumergido en tantas rutinas, que con sólo enumerarlas se estaría describiendo el noventa por ciento de mi vida.
Soy feliz cuando estoy cómodo y estoy cómodo sólo en la rutina. Me siento bien cuando me levanto a tiempo, cuando entro o salgo de trabajar a la hora de siempre, cuando es martes y hay mixiote, cuando es domingo de Pumas y vienen los mismos de siempre por mí para ir al estadio, a la misma hora. Soy un hombre de rutinas.
El derrumbe de mi estado de ánimo cotidiano es consecuencia del desbalance de las acciones y los tiempos. Soy un esclavo de la repetición. Un esclavo que lame el grillete con fruición (y devoción y puntualidad). Si no me levanté a las 8:30 y tomé un café a las 9, oficialmente el día ha comenzado mal. Por eso no soporto a la gente que habla de romper la rutina como si esa pequeña rebeldía burguesa fuera la fuente de la felicidad. Escápate de la rutina, nos dice la publicidad. ¡No! Por favor no. Si constantemente sientes la necesidad de salir de tu rutina, quizás deberías más bien cambiar de rutina. Algo estás haciendo mal.
Yo estoy feliz con las mías, ¿por qué me voy a escapar? ¿Por qué carajos debería salir de mi "zona de confort" si lo que estoy buscando —¿acaso no todos?— es justamente quedarme en ella para siempre? ¿Quién es ese tipo que habla de salir de la zona de confort? Fíjense bien, casi siempre el que nos espeta con dedo inquisidor, el que nos recomienda con superioridad moral (a veces aun ontológica, según cree) que debemos romper la rutina y dejar nuestra zona de confort es un mediocre rutinario.
Pero tampoco hay que señalar a ese tipo. Por definición la mayoría de la gente es mediocre. Es un axioma. ¡Qué necedad exigirle a tanta gente que no sea mediocre si la mera existencia de los mediocres es la que garantiza al ganador su lugar fuera de la masa!
Vuelvo al tema de la causa. Ayer en la noche, fruto de la experiencia estética que comenzó en el azul profundo del uniforme de la policía, llegué a la respuesta de por qué disfruto tanto la rutina, la calma, el confort y la mediocridad (aunque esos cuatro términos no tengan necesariamente una relación formal ni causal). La rutina me aleja de la fugacidad, me hace olvidar el drama humano, el tiempo, la insignificancia de la existencia, la fragilidad del instante y el eterno correr del río heracliteano que tanto miedo me infunde. La rutina garantiza (si no garantiza al menos promete) que aquello que estás haciendo lo volverás a hacer después una vez más. Nada se ha terminado, todo permanece.
Después de todo quizás no seamos sólo una mota en el viento.
Así que adiós, amiga policía. Espero verte todos los días a la misma hora, moviendo las caderas por la lateral de Viaducto como diciéndome "hola, hola, hola, muchacho. Vive que la vida es larga".