julio 23, 2013

Minotauro

 
 
–Al menos los dos nos debemos al mar –dijo y se levantó del sillón.

El camino hacia fuera de la casa de Ariadna era largo y posibilitaba el arrepentimiento, el surgir de un hilo de voz que lo traería de vuelta, el tiempo suficiente para la reconsideración inmediata. Pero no.
Al cerrar la puerta supo que la había perdido.

Arriba todo oscuridad. Sólo el ojo de la noche, decididamente hostil, iluminando los perfiles de las cosas. Un mes exacto desde que la luna no miraba el suelo así, enfática y arrogante. Ariadna ya no lo amaba, era así de sencillo: se había ido a enrollar con un pescador, dios mío, un hombre de familia histórica que jugaba a ser pobre, que pescaba desde un yate. Ni el puerto ni el cielo estaban de humor esa noche. O bien lo estaban, porque la ira es también un humor. Uno denso y cálido. Los vientos del Norte azotaban partes enteras del malecón, el mar estaba picado con aceros, insondable.
El nuevo hombre de Ariadna era rubio y usaba bermudas blancas, al menos en ese par de fotos que mostraban un gran animal colgado todavía del anzuelo del hilo del brazo derecho. Su cinturón, de tela con las puntas de cuero, tenía el color del café con leche y combinaba con sus zapatos, también de cuero. Era un joven adinerado, que viajaba y pescaba por diversión pero que aún así se presentaba como pescador, con toda la indignidad que tiene jugar al semántico irónico cuando se tiene resuelto el futuro de tres generaciones. Se llamaba Juan, como si no se apellidara Sampedro.  
Así debía ser un hombre nuevo. Los hombres viejos, aunque jóvenes, no son rubios ni se apellidan Sampedro. Son, casi siempre, serios y morenos, de pelo corto. Son biólogos marinos encuartelados en Veracruz, dedicados al estudio y al cortejo sincero y breve. Son como Roberto Gómez.

–Estoy viendo a Juan Sampedro –susurró Ariadna.
–¿A ese imbécil? –preguntó Roberto Gómez.
–Sí. Lo siento. Ya no podemos vernos más tú y yo –sentenció ella.
–Bueno, al menos los dos nos debemos al mar –dijo él y se marchó, con dignidad.

Sus zapatos no daban para caminar mucho. Eran unos Converse que llevaban años fieles a sus pies. A los dos o tres kilómetros los arcos comenzaban a tirar hacia arriba en espasmos. Roberto caminó, sin embargo, porque tenía ganas de ver cómo las olas brincaban a la calle en el malecón, cómo la espuma surgía rabiosa de la boca del mundo. Aún sin lluvia el viento era caótico y, bien metido a la negrura de la noche, asustaba. Llegó así, de una cuadra a otra, a la orilla de la ciudad, del estado, del país y del continente, justo por el medio del paseo turístico.
Siguió la vereda de adoquín bañándose horizontalmente con un ritmo también azaroso. Cuando apretaba el paso era para sentir la cachetada de agua que saltaba desde el mar al chocar con la barda; cuando lo aflojaba, para sentir la humedad de la ropa. Estaba como para no estar y no pensaba nada en concreto, sino una totalidad de pensamientos, al menos de los posibles al momento, que se contradecían y superponían, creando una masa informe sin articular adentro de su cabeza, tan negra como el mar de esa noche.

El ojo del cielo cerró sus párpados de nubes.

Al terminar de andar la vereda, esto es, al final del muelle que franquea la entrada de las embarcaciones menores, vio algo moverse dentro del agua. Un bote girado hacia abajo. Los pensamientos se disolvieron como la espuma en la resaca de la tarde. Se sacó los Converse y se echó al agua. Hubo un silencio instantáneo y hubo también un jalón continuo de ropas. Luego, la superficie en guerra.
Sentía en los pies arena como metralla y algas acariciándolo con masoquismo. Ubicó mentalmente la situación del muelle, el malecón y el bote volteado. Comenzó a nadar hacia él. Los instintos le jugaron a favor: no había sido un arranque momentáneo. Miró con los ojos de lluvia un brazo colgado a babor de una cuerda maciza, el rostro y el torso hundidos en el agua. El instinto que le había hecho saltar había sido más bien una premonición, una adivinanza añeja que venía de ser pensada por otros hombres en otras épocas. Quizás había visto cómo la barca se volteaba y no lo advirtió con la razón, sino sólo con las piernas que resortearon hacia el agua. Se había tirado para salvar a un hombre de la muerte en el mar.
Llegó exhausto hasta el borde del bote. Tomó al hombre de la axila y desembrolló el brazo. Comenzó a nadar tirando de ese cuerpo quieto y pesado hacia el muelle. El mar regañaba sus brazadas, revuelto como por la ira de un dios que odiaba a ese hombre y también a Roberto. Quizás había más gente atrapada debajo de ese cascarón a la deriva, pero él no estaba en condiciones de remolcar a nadie más. Ellos, si estaban, estaban absolutamente perdidos. Continuó la lucha. Sus piernas comenzaban a vacilar, el agua se le metía sin ritmo por entre los labios y por la nariz. Ahora la espuma del mar era la de su boca. Sentía cómo la muerte abrazaba ya no sólo al cuerpo que venía arrastrando, sino también al propio.
Llegó al muelle, a los postes lamosos del muelle. Qué lejos quedaba la superficie. Qué lejos quedaba ya la oportunidad de salvarse. Un azote tras otro, la cabeza le rebotó en la madera y se abrió la frente. En el malecón nadie, en el muelle tampoco. La única música era un chasqueo terrible de aguas golpeándose entre sí en una enemistad primigenia. Con un último esfuerzo alcanzó a cargar la mitad del cuerpo por encima de su cabeza, sacarlo del agua significaba sacar un pez de ochenta kilogramos. Lo arrojó sobre una tabla diagonal que comenzaba en el medio de un poste y terminaba en la parte superior del poste siguiente. Lo atoró ahí, con el abdomen oprimido contra el ángulo de madera. Él se hundió tirado hacia abajo por una corriente enojada que lo quería matar.
El cuerpo de Roberto sería hallado por el trabajador de un astillero tres días más tarde; sus Converse, por un buscador de monedas en el malecón.
El cuerpo atorado en el poste del muelle, cuerpo que no era cuerpo sino un hombre, un hombre vivo, despertó cuatro horas más tarde, pasada la revuelta. Salió por propias fuerzas por una escalera atada en la barda. Juan. Juan Sampedro. Con la ropa rasgada, sus bermudas blancas y el pelo rubio enredado, no pensó en otra cosa que en hacer de madrugada el largo camino hasta la casa de Ariadna. Llegó ahí, tocó la puerta con fuerza y se sentó a esperar a que alguien la abriera.