marzo 24, 2013

La Barra Conservadora, cánticos de cancha.

Es un lugar común comparar la religión con el futbol: los ritos, los símbolos, la fe, el fervor, la consagración con alcohol, las lágrimas y hasta las celebraciones extáticas.

Ir a la cancha se parece mucho a ir al templo. Para los seguidores de Pumas, además, también coincide el día dedicado al objeto de culto: el domingo.

Propongo entonces algo que no debería sonar raro: cánticos de cancha basados en melodías cristianas. Si odias el futbol y/o los ritos religiosos, debes abandonar el blog en este punto.
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marzo 06, 2013

Introducciones a tres historias que no existen

Prefacio. 
 Así como a veces me asaltan la mente ideas completas, cerradas, que considero medianamente interesantes o quizá estúpidas, así también a veces me llegan pedazos aislados de ideas: pequeños trozos con órdenes cronológicos o sentidos narrativos (casi siempre introductorios), pero incompletos y deformes (casi siempre sin final). Nunca he estado a favor del aborto eidético. Las rescato, trato de darles consecuencia y rara vez lo logro. Presento aquí tres. Sólo la segunda idea encontró acomodo, sólo la segunda vive también en otra historia, con pies y con cabeza, sin vergüenza.

 


Uno

La ciudad desde las alturas. Este monstruo gris que se esparce inadecuadamente por encima de toneladas de basura y cascajo, que penetra con vida y gente y ladrillos cada una de las calles, como el delta de un río de historias. Cerca del centro, cargado ligeramente hacia el sur, el edificio. Es blanco. Desde cientos de metros de altura se sospecha diminuto, no como el centro comercial que se encuentra apenas cruzando la calle. A pocos metros la percepción cambia. Desde el nivel del suelo toma su forma original, la que el arquitecto imaginó: un edificio oblongo, blanco y de tres plantas, con grandes ventanales de párpados cerrados, que crece y respira. Cortinas muy gruesas protegen sus tesoros. Un pasillo angosto sale hasta la banqueta para saludar, seducir y atraer bichos con su lengua de asfalto. Como moscas los peatones huyen, algunos caen. Entran.

El museo a nivel del suelo. Dos pasillos laterales y una rampa oblicua central que parte las plantas como la ranura de una alcancía. Pisos fríos, blancos, que reflejan la parquedad del techo y celebran los pasos de mujeres con tacones, les aplauden, chillan cuando los pisa un hombre con calzado de goma. Es el museo central de la ciudad central del país. No ostenta su grandeza en el tamaño, sino en la historia que recubre sus paredes.

Segundo piso. Hubo que librar las exposiciones temporales. Cuando se recorre el pasillo oeste, asalta un aroma de óleo seco, un crujir de muros y cambios abruptos de temperatura. La gente se amontona con cierta decencia, el calor arrecia, también el zumbido de las máquinas climáticas, electrónicas, que se redoblan para seguir engañando a las obras, para que no se despierten.

Entonces se puede contemplar la obra maestra. Ahí comienza el tránsito. Ahí también la ligereza. No importa de quién es, no importa quién la pintó. Es posesión absoluta del edificio, es su diente de oro.

Dos

La voz del encargado de poner la música resuena a lo largo del lugar. Se cuela en las bocinas un silbido vicioso. La gente espera que empiecen ya los shows principales, que es realmente la razón por la que siguen ahí, por la que siguen pagando esos precios de las bebidas y por la que, en primera instancia, la mayoría pensó pasar unas horas en ese desgraciado lugar. No quedan muchos en el local. Los que suelen llegar tarde ya no llegaron. Él mira fijamente el escenario mientras escucha el repertorio de frases hechas que usa el animador para presentar a la siguiente bailarina. Enunciados que juntan sustantivos como diosa y piernas con adjetivos tan consecuentes como fogosa, milenaria e infartante. Entonces ella asoma la cabeza por entre los telones que penden del techo. Sonríe con picardía. Enseña una pierna. Él la mira a los ojos, quiere hacer contacto visual con ella. Quiere saber, en el fondo, que no baila para nadie más que para él. Sale por fin, de cuerpo entero. Lleva puesta una falda plisada, a cuadros, que simula el uniforme de una escuela pública. Está maquillada hiperbólicamente. Las mejillas muestran un rubor intenso, casi ígneo, que nunca se ha visto sobre la piel de nadie.

Él piensa en que la tormenta ha arreciado. No tiene idea de lo que está pasando afuera, en la calle, en ese mismo momento. Una de las tormentas más largas y caudalosas de la historia reciente de la ciudad está cayendo. Pero él piensa en la tormenta interna. Piensa en sus hormonas desordenadas, chocando entre sí. Piensa —más bien, siente— la concentración de sangre entre sus piernas. Ese rocío que contempló en la lejanía es ahora una lluvia tormentosa que le moja los pies. Ella está en el suelo, escurrida, serpenteando y evaporándose, abriendo todas las bisagras de su cuerpo, provocando la humedad como si se hubiera colado desde afuera, como si estuviera en comunión con las tormentas emocional y meteorológica que lo azotan a él y a la ciudad, respectivamente.

Él se levanta del sillón. Casi se cae.

Tres

Había una toalla colgada en el baño. Tiesa. Se había secado por la soledad, porque ni el viento ni el sol la habían hecho ondear. Decidió no usarla. Después le hubiera picado todo el cuerpo, como cuando se seca el jabón sobre la piel. Le sucedía a menudo. Una comezón que casi siempre empezaba en el interior de los muslos, que casi siempre empezaba alrededor de las diez, que casi siempre empezaba cuando estaba en junta. Rascarse hacia suponer a los demás que se estaba acomodando los genitales. O que no se había bañado.

Salió del baño sin secarse. Dejando un camino à la Gretel para saber volver. Ya estaba muerto de frío, los pezones puntiagudos. ¿Para qué iba a volver al baño? La pura costumbre de secarse ahí dentro. Fue a la recámara de invitados, al clóset. Ahí estaban dobladas otras cuatro toallas. Estuvieron limpias hace dos meses. Ahora quién sabe. No por estar dobladas y sin usar permanecían limpias. Mucho menos dentro de ese clóset que parecía tener un ecosistema propio. Nevaban hojuelas de polvo, como en los inviernos de tristeza.

Tomó la toalla de hasta abajo, la que imaginó menos sucia. Estaba más tiesa que la que se había secado de olvido en el baño. Ya era tarde para intentar otra cosa. ¿Y qué podría intentar? Volvió al baño. ¿Para qué? Para secarse ahí dentro. Usó la toalla tostada, la que había descartado primero, para ir barriendo sus migajas de agua. La toalla tomó forma poco a poco, como un pez que reviviera en el lecho de un río desviado.
 
Puso una lavadora. Sólo toallas sucias, algunas sin usar. Alcanzó a apretujar un par de calzoncillos dentro del tambor. El centrifugado haría estremecer todo el departamento. Lo predijo. Y sucedería así, pero él todavía no habría vuelto a casa para atestiguarlo. Que lo soporten los vecinos. Programó la lavadora para que empezara a las seis. Llegaría a las siete a sacar y a colgar. Nunca a planchar. Nunca planchaba.

Se apuró y se fue, pensando en formas de agua. Dejó la puerta del departamento abierta.